Opinión

Leyenda bécqueriana

Siempre he querido recoger alguna leyenda imaginada por algún creador de mitos y poder trasmitir en forma de parábola o moraleja lo que se debe de hacer para no elegir a los peores.

Se cuenta que en un reino fantástico, su soberano solía elegir a sus validos entre los cortesanos de su palacio. Los elegidos debían de ser fieles, valientes, locuaces, ambiciosos, crueles e inmorales; para ello organizaba fiestas e invitaba a los candidatos a demostrar sus habilidades. La primera prueba consistía en matar al padre cuando fuera necesario para alcanzar mayores cotas de poder, valía para ello cualquier procedimiento; muchos candidatos lo hacían brutalmente utilizando sus dagas y espadas, otros eran menos sanguinarios y utilizaban veneno que vertían en la copa de su progenitor, a otros les horrorizaba el hacerlo personalmente y pagaban a un sicario para que lo hiciese por ellos, los más sibilinos fingían accidentes fortuitos mientras buscaban coartadas exculpatorias que les protegieran de su fechoría. Los que superaban la primera prueba se enfrentaban a una segunda menos cruel pero más sofisticada; debían aparentar lealtad a sus compañeros para eliminarlos a la menor oportunidad. Para ganar la confianza de sus futuras víctimas unos fingían camaradería, otros aparentaban debilidad, los más simulaban compasión y unos pocos renunciaban a continuar en el concurso. Los que superaban la segunda prueba tenían que demostrar poseer dotes de persuasión y convencer con la palabra a los siervos de palacio que si le adoraban serían libres y gozarían de grandes riquezas, y una vez conseguida la adhesión los encarcelarían acusándolos de alta traición, ejecutándolos sin misericordia. Los finalistas debían enfrentarse a la última prueba que consistía en demostrar su sumisión al rey. Para ello habían de alimentarse durante cuarenta y ocho horas de los excrementos de la familia real sin demostrar repugnancia alguna y, por lo contrario, satisfacción por gozar de tal privilegio.

Refieren las crónicas que un apuesto galán decidió participar en el concurso; siendo el único aspirante que salió airoso de todas las pruebas, cuando su majestad le iba imponer el manto de favorito, con gran agilidad sacó un puñal y atravesó el corazón del sorprendido monarca. Sentándose a continuación en el trono real y ejerciendo el poder con terror; sin duda era el mejor aspirante en el reino de la maldad.

En el medievo todo era posible. Los derechos individuales no existían; los poderosos ejercían la autoridad imponiendo el terror; la vida dependía de la voluntad del señor feudal; la violencia era virtud; la crueldad, un mérito; la guerra, camino y fin; la creencia, una mentira necesaria; la religión, una disculpa; la inteligencia, un peligro. Tales cualidades adornaban tiaras, coronas, yelmos y mitras. El concepto moral no existía nada más que en los textos clásicos de los Siete Sabios de Grecia, en las Sagradas Escrituras judías, cristianas, budistas o confucionistas. Pero adaptadas como norma para sociedades sometidas por aristocracias corruptas o sanedrines manipuladores.

Lo más sorprendente es que en pleno siglo XXI se pueden encontrar multitud de teóricos servidores públicos que responden a perfiles medievales: son corruptos, desleales con el pueblo, traidores a sus organizaciones, insolidarios con sus compañeros, mentirosos compulsivos, ingratos con sus mentores, ambiciosos, egocéntricos y tremendamente egoístas, suelen ser protagonistas absolutos de cuanto los rodea. Seducen como la dama de los “Ojos Verdes” o como el “Rayo de Luna” (leyendas de Gustavo A. Bécquer) y cuando son descubiertos, son cobardes, miedosos e histéricos. Serviles con los superiores y tiranos con los humildes.

Para descubrirlos hay una prueba infalible, aunque peligrosa, que un viejo refrán castellano recoge magistralmente: “Si quieres conocer a Juanillo, dale un carguillo”.

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