Opinión

En los albores de la resaca

El pintor Iñigo Navarro y yo estamos de fiesta. Haciendo metaperiodismo, que es como se llama lo de trazar una crónica de guerra nocturna mientras improvisas equilibrismos con un vaso de cerveza en las tablas de una sala rociera. Navarro, ilustrador habitual de esta página, se ha pasado toda la gala husmeando el espíritu de los presentes, y plasmándolo con comedida maldad en la ilustración que acompaña a este artículo. Por mi parte, ni lo ruidoso de la recepción de invitados, ni las propiedades curativas de la manzanilla sanluqueña, me han impedido tomar las notas suficientes a pie de campo como para esculpir esta columna con la misma profesionalidad con que un descuidero birla un móvil a un guiri en la Puerta del Sol.

Estamos aquí reunidos, en Madrid, en la sala rociera Almonte, porque presentamos un libro que Navarro ha tenido a bien ilustrar y yo he tenido a mal escribir. De cualquier modo, ahora que paseo por la prensa mi sexta obra, he considerado una falta de respeto arrojarles a los madrileños otra presentación literaria en plena Feria del Libro; por eso acordamos celebrar el alumbramiento con una gran fiesta y unas copas, y evitar así la tentación del discurso coñazo, primera causa de desvanecimiento mortal entre los asistentes a presentaciones de libros.

Ocurre que estos días en España quien no ha escrito un libro no es nadie. Y están las calles hasta arriba de escritores. Tipos con gafas que miran profundamente a los transeúntes, clavándoles la mirada, y portando siempre el mismo gesto en la cara que los puercoespines en el momento de aparearse. El escritor hoy habla de su libro con tal pasión que su interlocutor cae rendido, no a las promesas literarias, sino al paraíso de quitarse de encima al autor. Así es como se venden libros hoy; así se explica que España sea un país que compra libros pero no los lee, porque el lector español, como digo, lo es a menudo en legítima defensa.

Con esto sobre la mesa, hemos reunido en una gran juerga literaria a un centenar de amigos, periodistas, artistas, y escritores, con una sola premisa: prohibido hablar de mi libro. Mi compadre Javier Quero ha oficiado la ceremonia de presentación explicando al comienzo a los asistentes que está permitido todo menos mencionar al nuevo vástago literario, mi amigo Santi Santos, de Los Limones, ha amenizado la velada con un concierto acústico con música a la carta para los convidados, y el gran Navarro lo ha plasmado a pinceladas de arte con su agudeza habitual.

Así es, a grandes rasgos, como ha quedado inaugurada la llegada de mi nueva obra a las librerías; un libro que, ahora sí, puedo desvelarles que se llama “Aprende a cocinar lo suficientemente mal como para que otro lo haga por ti”, y que tiene la extraña virtud de no pretender cambiar el mundo. Más, al contrario, su principal propósito es dejar las cosas como están, que es como siempre han estado, y que es como deben estar. Admito que el progresismo de mi discurso hace aguas a esta hora del artículo, y cotizo a la baja como tertuliano en las cadenas de moda, pero comprendan que siento por la vida el mismo apego que por mi vieja espuma de afeitar, y estoy hasta las barbas de que me la cambien cada temporada para introducir nuevos ingredientes, cada cual más inoportuno, cargante, e impertinente. Que si el aloe vera fuera escritor, sería Paulo Coelho, pero con la ruidosa ubicuidad de Belén Esteban, y el cutis de Jordi Hurtado.

Sorpresa mayúscula la de encontrarme estos días mi “Aprende a cocinar… mal” compitiendo en las listas de ventas con la obra literaria de los grandes chefs del momento; algo que resulta tan motivador para un escritor como que alguien que dice quererte te regale sus obras completas. Admito que no he escrito un libro de cocina y que, sin embargo, no puedo refutar que se trate de un libro de cocina ante la aplastante lógica de los grandes almacenes, que han decidido desmontar y diluir la sección de literatura de humor en cualquier otra estantería, provocando que a veces el chiste más gracioso sea encontrar el maldito libro.

Quizá por todo esto, en mi particular fiesta ha habido muchos periodistas, pero también cocineros -en días post electorales es más o menos lo mismo-, humoristas, actores, músicos, y luego todos esos amigos que acuden al reclamo de la manzanilla sanluqueña, incluso antes de que pudiera advertirles que aquella sería una reunión de amplio contenido cultural, hondas raíces filosóficas, gran nivel literario, profundas aspiraciones intelectuales, y un montón de presentadoras de televisión ávidas de sacar a bailar sevillanas a bebedores profesionales de cerveza. Ha habido de todo y ha sido divertido y supongo que nada define mejor el contenido del libro.

Sigo estos días con mi gira de presentaciones en los medios, firmas, borracheras, y todas esas ocupaciones propias del escritor en primavera. Ahora sí, Quero y yo presentaremos el libro en A Coruña el jueves 4 de junio, mientras que el lunes 8 de junio estaré en el Foro La Región de Ourense, con idéntica excusa, pero charlando esta vez sobre el humor en la prensa española, mentando a nuestros clásicos, y celebrando que hubo un tiempo en el que sabíamos reírnos mejor de nosotros mismos, antes de convertirnos en un país de solemnes gafapastas en bicicleta.

Agoto así mi cuota semestral del oficio del escritor, y tras la Feria del Libro –firmaré lo que me pongan por delante el 11 de junio en el Parque del Retiro-, sopeso precisamente retirarme a donde Fray Luis de León olvidó el tintero, contemplando la paz en la ladera del monte y huyendo de aqueste mar tempestuoso. Lo sopeso y lo dejaré de sopesar, porque al fin tiende el escritor a la literatura sin solución. Y además, no hay lotería que pueda aguarnos la alegría de recibir, en la fiesta de presentación del libro, el elogio urgente de los primeros lectores, incluso antes de anunciarles que la manzanilla corre a cuenta y ruina del autor.

Te puede interesar