Opinión

Escribir para toda la muerte

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photo_camera Savoy.

Me he venido a un bar antiguo. Viejo refugio de recuerdos tristes, los menos, y horas dulces, las más. El techo alto, las paredes llenas de historias amarillentas, y el polvo flotando en cada haz de luz. Camareros encanecidos, traje oscuro y formas viejas, y en la ofrenda de la copa, pocas flores: ni un aspaviento de más, ni un detalle de menos. Escribo aquí, así. Folios en blanco, el rumor de la vida encarcelado en el bolsillo, y al aire la pluma negra de los lutos solemnes. Hay personas a las que no puedes despedir desde cualquier lugar, expidiendo su adiós como un burócrata de la columna, golpeando obviedades sobre el gélido teclado como si nada. No. No puedes decir con prisa que se ha muerto Alvite. No puedes caer en el tópico, en la vulgaridad urgente de un obituario tan obligatorio como prescindible. No. Con Alvite, no.

Ha muerto. Se ha llevado la melancolía y nos ha dejado la melancolía. Estas jodiendas sólo sabemos hacerlas los gallegos. Ajeno al bullicio del mundo y sin embargo tan humano, Alvite era felizmente infeliz. Tan observador como distraído, tan contradictorio como la vida plena en el frío muerto de la madrugada, tan ambiguo como el humo de un club de jazz, que desfigura el llanto dorado de los saxos entre las sombras. Escribo palabras sobre sus palabras, releo los recortes con la noticia de su muerte, y veo alrededor que el bar sigue su ritmo, ajeno al entierro de su mejor cronista, demostrando de esta forma tan cínica y genial que, después de todo, el compostelano tenía razones para su pesimismo, como todos los poetas que retrataron la indiferencia de la muerte, desde Agustín de Foxá hasta Juan Ramón Jiménez. El moguereño parecía pensar en Alvite en 1903: “Yo me moriré, y la noche / triste, serena y callada, / dormirá el mundo a los rayos / de su luna solitaria (…) Y sonará ese piano / como en esta noche plácida, / y no tendrá quién lo escuche / sollozando en la ventana”.

Hay un periodismo, otro, literario y genial, que se nos muere ahora, como se nos fue muriendo la sátira ingeniosa, la que sonríe sin necesidad de hacer ruido con las tripas. Y hay una escuela de la columna que muy excepcionalmente encuentra reemplazo. Tal vez porque es irrepetible. Tal vez porque no es una escuela. Y porque la única devaluación real del periodismo está en las individualidades, ni siquiera en las nóminas, ni en los avances tecnológicos, ni en las facultades. Si hay decadencia en los periódicos es porque se están extinguiendo los genios, o quizá los estamos extinguiendo. No es casual aquella antigua queja, amarga y maternal, de Alvite sobre Galicia, de donde decía que se emigra o “por pobreza o por talento”. Y era su propia biografía. Y en realidad la de España.

Era otoño, 2013. Él había escrito “Una orquesta entre el humo”, uno de esos artículos eternos que te vapulean el corazón al desayuno, y que explican por qué algunos empezamos el periódico por la última página y acariciando bien cada pliego de papel. Ya le arañaban el alma los días de lucha y salas de espera. Y le dije, escueto pero sincero, en el bar de Twitter: “Estremecedor, encantador, maravilloso Alvite, y más en estos momentos difíciles. Dios lo proteja”. No tardó su respuesta: “Gracias en mi nombre y en el de Glenn Miller”. Las balas ya silbaban en el cielo y la metralla le arrancaba a jirones la fuerza para sostener las palabras. Por eso cerraba su columna contando que oteaba sin descanso el horizonte del Savoy “por si pasaba camino del cementerio, entre el humo, la orquesta de Glenn Miller”.

Conspiraba por entonces para robarle unos minutos de su talento, y sumarlo a ese genial ejército de columnistas y literatos que me acompañan con infinita generosidad en las madejas periodísticas en las que acostumbro a enredarme. Pero da igual, porque el cáncer se cruzó ahí, justo ahí. Entonces sólo le prometí “oraciones sinceras, buenos deseos, y canciones por las que no pasa el tiempo”, y unas semanas después nos emocionó con una carta a Carlos Herrera en la que desgranaba, con su distinguida genialidad, los inviernos que se cernían sobre sus pulmones y su colon.

Alfonso Ussía, su compañero de página –componían en La Razón, sin duda, la mejor contra del periodismo español-, le replicó días después con “Ni ánimo ni consuelo”, a medio camino entre la sonrisa breve y la inevitable tristeza, donde dejó escrito que Alvite es “un escritor pasmoso, extraordinario, y único. El mejor del periodismo literario actual”. Y esa es la clave, el matiz, y la verdad. No ha muerto un columnista, ni un periodista, ni un escritor. La vida se ha llevado por delante al autor contemporáneo que mejor supo confundir literatura y periodismo. No sé si era un cronista, un poeta, o un novelista, y qué estéril parece la discusión a esta hora en que se ha marchado ya, con su tren a ninguna parte y una espesa humareda alrededor, incapaz de encerrar su talento en ninguna de las angostas vías del mundo de las letras.

Supongo que hay muertes que matan. Ahora, y siempre, dicen que agoniza el papel, que el periodismo declina a lo digital, que las viejas formas han de liquidarse obligatoriamente. Lo dicen y lo asumimos, si no queda más remedio, acariciando el viejo Winchester 73 bajo la mesa por lo que pueda pasarnos. Pero también sospechamos que Alvite no podría escribir lejos del papel, que sus columnas eran posteridad. Y, de cualquier modo, vuelvo a donde estaba: Dios lo proteja. Al fin, por la forma que tiene la melancolía de retorcerse sobre sí misma, la muerte de un pesimista ilustre es como la vida. Y Alvite era la calma en un mundo urgente, el eterno echar de menos a cada ausencia, el impasible salmón a la contra, el silencio entre el ruido, la arruga en la frente de toda melancolía. Que Alvite era la tristeza porque era belleza. Y quizá ya no tenía sentido la belleza en sepia en un mundo asfixiado de estridente pornografía.

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