Opinión

Turismo de sol y qué

Las vacaciones son el silencio, la siesta, la comida, un libro, y un buen vino. Son la familia, los amigos, los cielos azulones y largos, y las páginas de ocio de los periódicos. La cabeza de una gamba, y el churruputú de los últimos tientos a la pajita de un mojito. Y son días de olvidar. Se equivoca el que se arroja a las vacaciones con intención vivir muchas experiencias. En estos días de intensidad agotadora, lo que el cuerpo nos pide es dejar de sentir y olvidarse de todo lo que nos ha pellizcado el trasero durante los últimos meses. Y quizá, al caer la tarde, un litro de cerveza fresca. Si de verdad lo que deseas hacer en tus días libres es sentir muchas sensaciones emocionantes e intensas es preferible que pruebes a leer a E. L. James sentado sobre un cactus; para una tortura completa se recomienda añadir al plan un vaso de horchata caliente, y un disco de Daddy Yankee.

Galicia practica un modelo turístico de sol y playa muy particular: el sol y playa… o no. Una genialidad que nos permite ofrecer al mundo una alternativa insuperable: el pulpo con albariño. Monte y mar, tranquilidad, espacio para respirar, temperaturas por debajo de la media anual del infierno, convierten a Galicia en el mejor destino de vacaciones, muy por delante de cualquier alternativa, por más que todos los que llevan años viniendo a estas tierras en agosto se empeñen en desmentirlo para evitar que se les colapse la playa y que el tipo que les vende las langostas decida subirlas de precio. Están en su derecho. Y nosotros, como gallegos, en la obligación de acabar con la farsa y decirlo bien claro: como aquí, en ningún lugar.

A menudo la gente se queja de que en Galicia se come demasiado, como si fuera obligatorio. Tal vez deberían meditar que en lo gastronómico, en esta tierra rige el sentido común. Es posible que haya críticos asegurando que el mejor pulpo del mundo se come en Centroeuropa, pero la cercanía es un factor a tener en cuenta. Lo fundamental para que las cosas del mar estén ricas es que el cocinero viva más cerca del mar que de la tienda de congelados. Y esa es la especialidad de la casa. En Galicia no se congela nada, salvo ocasionalmente algunos bañistas de ríos fluviales que vienen de pasar quince días en el Mediterráneo y se arrojan sin hacer la digestión, ávidos de sentir esas citadas experiencias diferentes que obsesionan al tonto contemporáneo. Y, en efecto, la sienten. La experiencia de no sentir los huevos.

Poco se habla de la belleza de las gallegas y es injusto. Algunas de las mujeres más guapas del mundo son gallegas, como Maria Sharapova, Megan Fox, o Mariano Rajoy. Y sin embargo, da igual, porque la mayor parte de ellas no están aquí durante estos meses de verano. Así que Galicia es tierra de fusión, no en el terreno de la cocina, sino en el del paisaje. Los centros turísticos de las cuatro provincias gallegas reciben cada verano inauditas toneladas de belleza sueca, mediterránea, y española. Supongo que en el aspecto masculino ocurre algo similar aunque no domino la materia. No obstante, el articulista, poseedor de ese simpar y arrollador atractivo físico del gallego, puede servir de referencia extrapolable.

Como mis lectores me conocen, estarán esperando ver en mis palabras el cuño de los responsables de turismo de la Xunta, o un intento desesperado por conseguir suministro de albariño gratis durante un par de años. Nada más lejos de la realidad. Mi compromiso con la verdad, como columnista, supera en mucho mi capacidad de aceptar sobornos, siempre y cuando se trate de sobornos menores; para los mayores hacemos excepciones, como dicen los concejales de urbanismo. Y por lo pronto, no he recibido nada a cambio, así que los lectores del resto de España pueden figurarse que todo lo que estoy contando sobre la tierra de Rosalía de Castro es totalmente cierto.

Ahora que se acerca el verano, es hora de hablar de nuestras playas. Limpias, no sólo de basura, sino también de mal gusto: en Galicia la gente va a la playa, no se muda a vivir a la playa. La ventaja de ser la esquina de España es que Galicia es tierra de dos mares, Atlántico y Cantábrico, y de dos caras de la luna, como son las Rías Altas y las Rías Bajas. Y todo ello no hace sino ahondar en la paradoja genial del gallego, que es falso que no sabe si sube o baja, que no se enteran: el gallego lo sabe perfectamente, quien no lo sabe es el que se lo pregunta.

El verano de calor, muchedumbres, y playa es lo más ordinario que hay bajo las estrellas, después de algunas tertulianas del corazón. Casi todos mis amigos que se van de vacaciones a lujosos destinos regresan con mucho peor aspecto, de muy mal humor, y con ojeras de sala de espera de velatorio. Galicia es mar y soledad. Es efusión cultural. Es tradición, mundo rural, y ciudades, tanto en el interior como en la costa, que parecen hechas a la medida del mes de agosto.

A Galicia se viene a no hacer nada. O a hacerlo todo más tarde. Que equivale a no hacerlo, que es de lo que se trata. Porque la urgencia es un sentimiento incompatible con el rural gallego, siempre dado a largas sobremesas, y a puestas de sol suaves y perfumadas, y a una inevitable predestinación a la juerga. Carente del arrojo del andaluz o del valenciano, el gallego se lanza a las copas de verano con gesto contrariado, y asumiendo el enorme esfuerzo que está a punto de realizar. Pero se lanza. No le da muchas vueltas. Galicia sale de copas porque hay que salir -“Habrá que salir…”, comenta, dramático, a los amigos-. Pero sale de copas de junio a septiembre como si fueran a prohibirlo. Y hace bien. Al fin y al cabo, ya lo decían nuestros ancestros: nunca se sabe. 

Así que si me pierden de vista este verano y se preocupan por mi, hipotético caso, no lo duden: pongan rumbo a Galicia y búsquenme cerca de un plato de pulpo, en una toalla que triplique la distancia mínima de seguridad con la del vecino, y bañado en un albariño fresquito. No tiene pérdida. ¿Ven esa bocacalle que asoma? Pues no. Es tres calles más arriba.

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