Opinión

Buscando mi destino

Alba Fernández
photo_camera Alba Fernández

JUEVES, 21 DE SEPTIEMBRE

Marrakech está desolado. Caen sobre él las cenizas de las montañas que la rodean. Ay, cuánto amé esta ciudad. Permíteme, hermano lector, que recuerde mis primeros viajes. La conocí en los setenta cuando cubría la plaza de Yamaa el Fna un hechizo. Hoy, maldita sea, es un jodido centro turístico.

Dicen que los últimos contadores de cuentos envejecidos van desapareciendo. Yo los vi en toda su pureza. Un gran círculo de musulmanes rodeaba al contador que casi recitaba lentamente su historia. Modulaba la voz, gesticulaba con grandes gestos, imitaba los sonidos de los animales. Tengo en mi mente el sonido del trueno, el silbido del viento y la tormenta. Alrededor nadie movía un músculo, un silencio sepulcral y todos los que le rodeábamos casi entrábamos en un estado de alucinación con el humo del kifi y del hachís.

Inevitablemente, recuerdo ahora a mi abuelo en Arzádegos cuando en alguna noche frente al fuego de la lareira me contaba historias de aparecidos y silbaba como si hubiese visto a la Santa Compaña. Qué miedo me metía. Me advertía: “Ten cuidado, Jaimito, hay un hombre en la aldea que lleva la cruz tras caer el día. Ese hombre se une a la procesión de ánimas cuando van a visitar a un moribundo. Poseído, apenas duerme, lo conocerás por su rostro amarillento y en la noche, desesperado, busca a alguien despistado para pasarle la cruz y liberarse de su desgraciada tarea”.

Pero permíteme, hermano lector, que vuelva a Marrakech, a mi primer viaje. Principios de los setenta. No está de más recordarlo. Andaba yo por Ámsterdam un poco confuso y errático buscando sacudir los latigazos de la dictadura española. De aquellas, todo era más inocente. Allí, en la mítica plaza Dam, siempre había algunas furgonetas con un cartel en el parabrisas. Qué barbaridad, cómo éramos entonces. Decía el cartel, por ejemplo: “Nos vamos a Katmandú. Si quieres unirte, sólo tendrás que contribuir a los gastos comunes como la gasolina”. Otro ponía: “Nos vamos al Tíbet”. Por entonces, yo había visto la película “Easy Rider” y quedé impresionado de la aventura y el largo viaje de Peter Fonda y Dennis Hopper en moto a lo largo de todos los Estados Unidos. El título en español, “Buscando mi destino”, me había impresionado. Sí señor, yo era muy joven y también tenía que buscar mi destino. Allá, al fondo de la plaza había una Commer azul y un cartel: “Nos vamos al desierto. Sólo contribuirás…”. Desde donde estaba, vi a algunos de los que iban a hacer el viaje. Me gustaron, cómo te diría, tenían el rostro así como espiritual. Conque me senté cerca, recordé el libro de Kerouac “On the Road”, y me dije: “Carajo, hostia, échale cojones Jaime, tal vez allí sacudas tus males y traumas”. Allá me voy, el propietario de la furgoneta era un inglés con experiencias en estos viajes que quizás, como todos, andaba a la búsqueda de la luz. No me hizo muchas preguntas. “Hoy de madrugada salimos”.

Tengo grabados en mi mente a aquellos pasajeros. Una chica canadiense de largas piernas que me sorprendió porque llevaba en su mochila “El Quijote”. Ah, Carol, la chica estadounidense, conservo aún el recuerdo de su intenso perfume a pachuli. Cuando la conocí, me dijo: “Mi nombre significa canción de felicidad”. Dos chicos holandeses que me enseñaron a respetar a la comunidad gay. Y aquel australiano silencioso, alto como un árbol, que en todo el viaje no cesó de consultar el tarot.

Cuando por fin llegamos a la frontera y entramos en Marruecos, el país era pura Edad Media. Ya conté que la plaza de Yamaa el Fna era un hechizo. Claro que llegamos al desierto. Todavía Sidi Ifni era español. Entramos por Tan-Tan, donde llegaban las caravanas cargadas de sal.

(Pasamos una semana en el Sáhara. Cielo santo, me golpea aquella inmensa luna llena. El inglés cocinó algunas hierbas que compró en Yamaa el Fna a un mercader. ¿Por qué ocultarlo? Los mejunjes nos llevaban a un estado como catártico. Cómo es la vida, de pronto se detiene ante nuestras tiendas un coche militar con cinco o seis soldados. Anduvieron revisando aquí y allá. Se sorprendieron al ver sobre unas mantas un usado libro, el Corán, que estudiaba el inglés. Mano de santo. Silenciosos como llegaron, se fueron).

Te puede interesar