Opinión

Estatua de sal

 

He recibido un mensaje de mi viejo amigo Julio Llamazares, escritor que descifra los enigmas y ama el blues. Su libro “La lluvia amarilla” es ya un clásico. Imprescindible. Somos amigos desde la década de los 70, cuando publicamos juntos en aquella editorial tan entrañable “La banda de Moebius”. Era una editorial combativa, contestataria que decíamos entonces. No sólo distribuía por las librerías, sino que un puñado de estudiantes recorría la noche de Madrid vendiendo nuestros libros, siempre con un precio generoso. 

Julio es un leonés pura sangre, de los que presumen que en su tierra nació el mítico líder libertario Buenaventura Durruti, leyenda de nuestra guerra civil. Desde que le conozco, jamás le abandonó esa melancolía que habita a quienes se quedaron sin infancia. Los que se quedaron sin el lugar en que nacieron, allá donde corrieron tras los nidos y vieron llegar las gavillas de sudorosos segadores gallegos. Ay, su pueblo fue sepultado bajo las aguas de un embalse.

Me cuenta “A veces me dan recado de que por una sequía asoma de nuevo espectral la aldea en que nací. Una vez, conduje solo y pensativo desde Madrid para ver las ruinas y el campanario. Ya próximo, pasó por mi mente la imagen bíblica de la mujer de Lot, aquella que por mirar atrás se convirtió en estatua de sal. Créeme, di un giro peligroso al volante y regresé.”

Lo cierto es que Julio va a venir estos días de semana santa, iremos a São Martinho de Anta. Ya estuvimos allí en el 96, cuando falleció quizás el mayor poeta de Portugal, Miguel Torga. Recuerda, tomó el nombre de Miguel por su amor a Cervantes y a Unamuno. 

Conque emprendimos aquel viaje a Vila Real, a la búsqueda de la tumba del poeta recién fallecido. Allá nos fuimos a rezar una plegaria milenaria y leer versos ante el mármol frío. Nos detuvimos en el Gran Hotel de Vidago. Caminamos melancólicos por las mismas sendas que en los 50 recorrían los nobles portugueses y el propio dictador Salazar. Sólo los portugueses y los ingleses son capaces de conseguir unos jardines tan llenos de misterio.

Ya anochecía cuando por fin Julio y yo llegamos a ese pueblo escondido en Trás-os-Montes: São Martinho, donde nació el poeta. Entramos en un local, sonaba Amália Rodrigues y nos sirvieron una ‘xurupia’ de lujo. En la barra coincidimos con Mario Vilela, el alcalde del pueblo. Era hombre de chaleco, pana y ‘chapéu’ muy lusitano. Nos dijo: “Já percebi que você vem por causa do nosso grande poeta Torga”.  Enseguida señaló con orgullo un poema en la pared escrito del puño y letra del poeta: “Aproxima-se o fim / Longo foi o caminho e desmedidos / Os sonhos que nele tive. / Mas ninguém vive / Contra as leis do destino / E o destino não quis…”

Le mostramos los libros que llevábamos en el bolso y sonrió. Conversamos sobre el poeta y dijo en esforzado castellano “Yo mismo lo vestí con la humildad que él deseaba para su último viaje. Ya saben que era doctor. En mi casa tengo su mesa, que huele a él y a sus medicinas”. 

De pronto se rompió la magia. Como si una uña arañase un cristal. Sucedió cuando le preguntamos decididos dónde estaba el campo santo. De repente su rostro se puso serio, como sólo puede estar un portugués. Escupió algo así “Aqui não gostamos de perturbar os mortos à noite”. Ay, pero nosotros, altivos españolitos, decidimos ir al cementerio. Y allá fuimos.  La noche cubría ya Trás-os-Montes. Algo remoto nos detuvo. Como aquel día que Julio recordó a Lot y dio vuelta. 

(Espero la llegada de Llamazares. Han pasado muchos años desde el día en que no pudimos atravesar la verja para no molestar a los muertos de São Martinho de Anta. Ay, ojalá encontremos a aquel alcalde Vilela para pedirle perdón por nuestra altivez españolita. Ay, Torga decía: “Soy mitad ángel, mitad lobo”. Esta vez la cita será a buena hora. En el viaje nos acompañarán fados de Dulce Pontes, favorita de Julio. Me temo que, nostálgicos, escucharemos sin interrupción a Zeca Afonso: “Grândola, Vila Morena / Terra da fraternidade / O povo é quem mais ordena…”).

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