Opinión

Favorito de los dioses

Tal vez presintió que era la hora de encaramarse al seno materno. Tal vez quiso ser fiel a la cita socrática “mi corazón ha de estar donde he nacido”. Allá donde buscó nidos de jilgueros y trepó a los cerezos cuando estaban en flor. 

Devoto a la iglesia, la misma en que vestido de domingo hizo la primera comunión un día de hace casi un siglo. Lo cierto es que sus grandes manos pálidas decidieron que su última obra fuese un retablo lleno de hechizo. No hace tanto, lo colocó él mismo muy cerca de la pila bautismal, allí donde quizás lloró por primera vez. 

Porque su infancia fueron carros de bueyes cargados de heno, él arriba. Sospecho que desde allí sus ojos infantiles ya vieron el gran arcano que sólo puede ser visto por los iniciados. Creció con hombres recios, envejecida chaqueta de pana, boina, con el arado romano en las manos, ¡ay!, desde que el gallo cantó en la aurora. 

Pero te cuento, hermano lector. El sábado al atardecer, una veintena de amigos recordamos a Arturo Baltar en A Barra, la aldea en que creció. Primero, todos a la misa que celebró don Rafael, un cura cercano de ojos sabios. Me llamó la atención su viejo sacristán de toda la vida. ¡Ah!, Cela escribió mucho de sacristanes, dijo: “Conocen todos los secretos de los curas y la mayoría posee una gran verga”. 

Hermosa iglesia que invita a amar. La misa fue muy sentida y sucedió algo original. Don Rafael la comenzó en galego. Había tanto silencio que los que estábamos allí apenas respondíamos a sus jaculatorias. De pronto, el párroco levantó los ojos y vio que todos éramos forasteros. Algo no marcha, debió pensar. Detuvo la misa, va y dice: “No les escucho, pienso que como son de fuera no entienden o galego. Así que voy a seguir la misa en castellano”. Por allí estaba Quique “Frade”, con voz poderosa afirmó: “Non, non, siga vostede en galego”. El cura reflexionó: “Seguro que Arturo, alá arriba, tamén fala en galego”. Entonces volvió al idioma materno. Todo fue tan conmovedor que hasta yo mismo leí las Escrituras. 

Conocí al artista una lejana tarde de bohemia con Jaime Quessada. Cuentan que era caminante, que “su alma era un árbol” y que bebió la vida a grandes tragos. Le gustaba hablar con personas con blues. Una vez lo vi feliz, hablaba con alguien que se había jugado la vida por un país extranjero. Distinguía todas las hierbas olorosas, todos los cantos de los pájaros y en su huerto claro maduran todavía los naranjos. 

Se sumergía en el agua para purificarse. Contaba que en sus insomnios le visitaba una serpiente y se le enredaba a la cintura. Quizás era la anfisbena de la que escribió Borges, tan temible que tenía una cabeza en cada extremo. 

(Después hubo vino, historias, sentimos que su risa limpia y pícara vagaba entre nosotros. 

Los favoritos de los dioses mueren pronto. A él le dieron casi un siglo, porque cuando esculpe el barro, ara y ora. 

Machado escribió: “Vivid esas últimas horas recordando que es preciso que se escriba algo de vosotros”. Por eso hoy soy tu bardo. Ay, ya no está el sembrador que va echando semillas en los surcos de la tierra.)

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