Opinión

La lista negra del teniente

La historia del hombre fugitivo y la anciana vidente es verídica. El otro día escuché en la calle una voz vagamente conocida que me llamaba: “Jaimito, Jaimito”. Era un anciano del pueblo en que nací: me vio crecer con las rodillas sucias y lanzando sin interrupción un cometa a los cielos. 

El anciano viene con su hijo al hospital. Me invitan a un café en el desolado bar de la Residencia. El hijo me comenta irónico: “Leo lo que escribes, pero hablas poco de nuestro pueblo, Arzádegos, allá en la ‘raia’ profunda; cuántos fardos de contrabando cargué en el comercio de tu abuelo”. Se ríe y me ordena: “Tu próximo artículo ha de ser sobre nuestro pueblo”.

Hablamos. Yo recordé a aquel hombre que tenía toda la tristeza machadiana de su tierra salmantina. Algo extraño, como una cicatriz invisible cruzaba su rostro. Nadie supo muy bien cómo llegó a Verín. Parece ser que un médico, quizás compañero de Universidad, le aconsejó afincarse en Arzádegos. “Es un pueblo ‘raioto’, de día en el campo y por la noche en el contrabando. Y delatar en la frontera está muy mal visto”. Se afincó allí. Todos sabían que el cura le amparó. Él conocía su secreto. El cabo de la Guardia Civil no hizo ninguna averiguación.

Acordaron que viviese en casa de la señora Dominga, que daba pensión a mercaderes y hojalateros. Enseguida se supo que aquel hombre tenía estudios de medicina. Pronto se empezó a ganar la vida. Eran tiempos de posguerra y el hambre andaba solitaria por las calles. Aceptaba lo que le daban, casi siempre un cesto de patatas, una cestita de huevos, unas botellas de buen vino. 

Más adelante confesó a Dominga que su nombre era Gaspar Hernández y que había nacido en Peñaranda de Bracamonte. No contó nada más de su vida. En el oscuro bar gustaba de jugar a la “batota”, y cuando se ponía alegre cantaba su canción favorita del Príncipe Gitano: “Salamanca tierra mía,/ de arte y sabiduría./ Eres joya sin igual…”. 

Vivió casi clandestino entre esa generación de contrabandistas en que la palabra era suficiente, la amistad era sagrada y tenía el arte de sortear a los civiles con los fardos al hombro. 

Formaban una extraña pareja la señora Dominga y su huésped el señor Gaspar. Si éste tenía estudios de medicina, ella tenía los ojos sabios de quien conoce la verdad y calla. Siempre pegada a su primitiva máquina Singer. Atendió a los partos de distintas generaciones y jamás hubo una desgracia. Se asombraba Gaspar cuando leía el devenir en las alas de algunas mariposas y en las camisas mudadas de las serpientes. 

Todos los lugareños tenían emigrados en Brasil. En ocasiones, Gaspar la llamaba “correo del alma”. Ella presentía y daba recado a sus familiares de tragedias al otro lado del océano. Ay, meses después llegaba la carta certificada con sellos extranjeros.

(No me olvido, hermano lector, del secreto de aquel hombre, Gaspar, venido de Salamanca. Te cuento, sucedió que un comerciante charro, también natural de Peñaranda de Bracamonte, se instaló en Verín. Ya era muy mayor Gaspar cuando se encontraron en la feria del 23. Jamás volvieron a hablarse.

Cuando falleciaó, el comerciante contó: “Es verídico y yo lo vi con mis ojos de niño. Era 1939 y acaba de terminar la guerra. Ay, en Salamanca hubo muchos muertos y traiciones. El fatal camión va recogiendo paisanos que suben a culatazos. Tres falangistas y un teniente proceden a subirlos para darles el paseo. Cerca, algunas mujeres lloran. El teniente da la salida con su silbato. Justo ahí, uno de los presos grita con voz temblorosa a su mujer: ‘¡Teresa!, recuerda que Gaspar Hernández nos debe 500 pesetas’.

 Algo le dice ese nombre al teniente. Siente un fogonazo en su memoria. De inmediato da orden al chófer para que se detenga. Con voz seca e inquietante ordena al paisano que baje del camión. ‘Responda ya. ¿Quién ha dicho que le debe 500 pesetas?’. Le tiemblan las piernas al preso. Titubea. ‘A ver, hombre, ¿quién le debe a usted ese dinero?’. Por fin logra decir. ‘Gaspar Hernández’.

El teniente saca una libreta llena de letras apretadas. Busca para confirmar. Después mira lentamente de arriba abajo al detenido. “Lo presentí, tiene usted suerte. El cabrón que le denunció a usted es Gaspar Hernández, precisamente su moroso. Ya le ajustaré las cuentas. Ahí está su mujer. Váyase”.)

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