Opinión

La sorpresa de la Muerte

El maestro Borges temía el calor. Escribe: “Cuando llega, hay que hacer una pausa literaria antes de que las alas negras se acerquen”. Temía entrar en un mal sueño del que no pudiese salir. Coincido con él. Con tu permiso, hermano lector, es el momento de hacer una pausa. 
Cuando era un periodista joven, seguí el consejo del poeta: “Ve por lugares poco transitados”. Me detuve en una apartada aldea galaica. Una mujercita que caminaba con su rebaño me vio tomar notas y me preguntó: “¿Usted a qué se dedica?”. Le respondí: “Pues mire, cuento historias en los papeles”. Ella sonrió sorprendida: “Tiene usted un buen oficio. Mi abuelo las contaba muy bien al lado del fuego”.

Conque la mujer, quizás atraída por mi oficio, me invitó a su bodega. Contemplé a la pastora. Era de las últimas de esa estirpe que mide el tiempo por la sombra y la cosecha, por la salida y la puesta de sol. Qué buen pan de centeno, qué buen vino y qué tierno queso hecho con sus propias manos.
De pronto, la generosa aldeana me dice reidora: “Ahora que ha comido y bebido, páguemelo con un cuento, así me recordará a mi abuelo”.
Recordé a Lope: “Un soneto me manda hacer Violante,/ que en mi vida me he visto en tanto aprieto”. Lo mismo sentí yo, pero la señora esperaba sentada, brazos cruzados y toda atenta. No podía fallar. Ay, cómo podré conmoverla. El vino pareció socorrerme. Mi mente me trasladó a la plaza de Yamaa el Fna. Era el 73. Todavía Marrakech no era un abrevadero turístico. Todavía no existía este delirio de tecnología. 

Allí estaba yo en la mítica plaza, té moruno en las manos, sentado entre el círculo de nativos que escuchaban cautivados al viejo contador de cuentos. Turbante azul y chilaba blanca impoluta. Gesticulaba, cambiaba la voz, se ponía en cuclillas. Contó. 

“El gran visir de Agadir ordenó a su siervo: ‘Vete al zoco y compra provisiones para el fin de semana, ya que el viernes es nuestro día santo’. Sucedió que al rato llegó sin las provisiones, pálido y tembloroso. El gran visir le preguntó preocupado: ‘¿Qué te pasa, mi siervo? ¿Por qué tiemblas y no traes mi encargo?’. El siervo, apenas pudo balbucear: ‘Ah, mi amo, en la medina he visto a la Muerte y me miró fijamente’. El visir, que amaba a su criado, le dijo pensativo ‘Anda, toma mi mejor caballo, el blanco, y parte hacia Marrakech, allí la Muerte no te encontrará’. De inmediato, cabalgó el jinete, apretó fuerte las espuelas y voló más que corrió hacia Marrakech. El visir decidió ir él mismo a comprar las viandas a la medina. Mientras compraba en el zoco, el gran señor vio a la Muerte. Se acercó a ella con altivez: ‘Dice mi criado que lo habéis mirado fijamente, ¿qué sucede?’. La muerte se detuvo, sonrió enigmática y dijo ‘Visir, sólo miré con sorpresa a tu siervo porque él estaba en esta plaza y tengo una cita con él a media noche en Marrakech”.

(Quizás el calor me trae la nítida imagen de aquella pastora que, generosa, cambió sus viandas por mi cuento. Ay, de nuevo, embucho su pan, su vino y su queso. Recuerdo, me tomó maternal de la mano y me enseñó un malherido reloj de sol al lado de una vieja capilla. Hermano lector, cuando el sol decline, allá a finales de agosto, volverá este contador de historias).

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