Opinión

La trastada

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Yo apreciaba mucho a este hombre que ha amado el periodismo y ha vivido a sorbos la vida. Eran avanzados los sesenta y, mira tú, yo tenía ese sentimiento hoy tan olvidado que se llama vocación. Estaba interno en el inolvidable colegio Cisneros. Qué profesores teníamos. El venerado Xocas, el filósofo López Cid, todos grandes maestros de la vida.

Cursaba cuarto y la jodida reválida. Iba aprobando de aquella manera, ya sabes, estudiando el último mes. Tengo la imagen como una lámina luminosa en la mente. “A ver, usted, salga al encerado, coja la tiza y escriba esta máxima socrática: ‘Todo sucede en el mundo sólo para que alguien lo cuente”. Cuánto me hizo meditar esa frase. Decidí: lo mío es escribir historias, caminar, entrevistar, contar el mundo.

Tímidamente me acercaba a la redacción del periódico en la calle que hoy lleva el nombre de su padre, Alejandro Outeiriño. Les llevaba pequeñas crónicas de atletismo, cosas así. Ayer escribió alguien que este hombre dio cobijo a muchos “irredentos”. Cierto, a media tarde la redacción era una algarabía. Iban llegando allí de uno en uno toda la Xeración Nós y algunos personajes enemigos y marcados por el régimen del general ferrolano. 

Pero de quien quiero hablar es de don José Luis Outeiriño. De vez en cuando salía de su despacho y con qué simpatía abrazaba a los tertulianos: “Este periódico tiene que reflejar el alma ourensana”. Cuando en el 65 regresó Eduardo Blanco Amor, aquí era casi un desconocido. Ya sabes cómo son los literatos, llegó aquí con lo puesto. Enseguida el periódico lo apadrinó. Don José Luis dijo: “Hay que pagarle bien los artículos a este hombre”. En aquellos años no hubo ningún escritor que no cobrase. Recuerdo que los de talleres le protestaban: “No puede ser don José Luis, no puede ser. Don Eduardo nos trae desquiciados. Ayer mandó su artículo y después lo corrigió tres veces. La última casi al cierre. El linotipista tiembla”. Don José Luis decía: “Paciencia, paciencia”.

Era yo casi un adolescente, los redactores me veían tan entusiasmado que me daban cuartel y de vez en cuando hasta me publicaban una entrevista. Aquel fue uno de los mejores días de mi vida. Era un sábado de mediados de los sesenta, va y me llama a su despacho: “Mira chico, he hablado con el jefe de deportes, el cronista que va con el equipo está enfermo. ¿Te atreves a ir tú? Mira que es una página y tiene que estar antes de las doce. Cobrarás ochenta pesetas, y las dietas”. Y añadió: “Por cada artículo de ahora en adelante 25 pesetas”. Qué feliz me sentí. Al día siguiente estaba a las ocho de la mañana a las puertas del autobús del equipo. Ay, hermano lector. El lunes empezaba la crónica con mi nombre: “De nuestro enviado especial...” Imagínate, era el hombre más feliz del mundo. Le hacía un poco de trampa con las dietas, porque los gastos de comida y esas cosas me las pagaba el club. Don José Luis, tan humano como de costumbre, me llamó a su despacho. Me recibió sonriente y con un abrazo me animó: “Muy bien, chaval, muy bien. Sigue así”.

Eran buenos tiempos para el periódico. Este hombre también era un visionario. Un gran visionario. Se dio cuenta de que Centro Europa se llenaba de emigrantes gallegos, sobre todo ourensanos. Ay, esas largas colas en la estación, hombres, muchos de ellos analfabetos. Chaquetas de pana, había que huir de la miseria.

La leyenda dice que tuvo una visión en su despacho. A los paisanos había que llevarles un respiro, un periódico con las noticias de esta tierra y de sus aldeas. Acertó de pleno. Recuerdo en los setenta, en mis correrías por Ámsterdam, que en todos los quioscos estaba La Región Internacional. Asombroso, tenía delegaciones y periodistas desplazados en algunas ciudades de Europa, y grandes redactores en plantilla. Ramón Luis Acuña era delegado en París. Un veloz Dodge Dart volaba hacia Barajas dos días por semana lleno de periódicos en delicado papel biblia.

(No lo he contado nunca. Resulta que yo tenía una novia en Lalín. Hija de emigrantes, había regresado de Alemania y era, como decíamos entonces, muy liberada. El partido se jugaba en Santiago, contra el Compostela, que era el líder. Un partido importante. Como siempre, iba enviado por el periódico. Nos detuvimos en Lalín. Mira tú, estoy dentro del autobús y veo por la ventanilla pasar a Emilia. No lo pensé mucho, salté del coche y le dije al entrenador: “Voy a quedarme aquí y aparezco a la hora del partido”. Éramos “jóvenes e indocumentados”, que decía Umbral entonces. Verídico, llegaron las diez de la noche y yo, embobado con Emilia, me olvidé por completo del fútbol. Cielos, qué hago, a dónde voy. Busqué en todas las emisoras y por fin escuché el resultado. Pero tenía que llenar una página. Llegué temblando a Ourense a eso de las once de la noche. Los dioses se pusieron de mi lado. El mítico portero es testigo. Me fui al Couto a casa de Miguel Ángel, el que después sería guardameta del Real Madrid y de la selección española. Fue mi salvación. Esperé ansioso a la puerta de su casa. Matizo, él estudiaba conmigo en el colegio Cisneros y el carismático Luis Soria, su descubridor, ya lo tenía de titular en el equipo. Le conté mi tragedia. Le agobié a preguntas. Me inventé la entrevista con Soria, ya sabes, mala suerte y esas cosas.

Pasaron unos días. Alguien me dice: “Don José Luis te espera en su despacho”. Allá me fui lleno de ingenuidad. Al entrar se me queda mirando silencioso y con una sonrisa paternal que jamás olvidaré. Me espeta: “Qué, Jaimito, ¿es guapa la chica?”. Tierra trágame. Ya me imaginé de patitas en la calle. Pero él se levantó de su sillón, me puso la mano en el hombro, echó una buena carcajada, me llevó hasta la puerta y dijo casi cómplice: “Ella debe merecer mucho la pena, ¿eh?”.)

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