Opinión

“Sí, he sido un héroe”

Mi generación de periodistas creció con olfato perruno. Y yo anduve tras los pasos de este hombre un tiempo. No podía ser de otra forma, el veterano barman de los jazzmen me dio la clave. Ambos coincidieron y quemaron la noche juntos en aquel Nueva York pandillero y violento de los 60.

Hoy, por fin, tengo a este hombre a mi lado. Francisco Mera Santamaría, ex sargento segundo del Ejército americano en Vietnam. 65 años, natural de Ramirás, tanquista, especialista con la M60, capaz de dar en el blanco a 1.100 metros de distancia. “La Cerda’ la llamábamos por su gran peso”.
Le espeto irónico: “Buena tunda os dieron los vietnamitas, Paco”. Guarda silencio. “Eran más que peligrosos, pequeñitos y difíciles de derribar, escondidos en su ‘Nón Lá’, su sombrero de pico vietnamita, capaces de estar enterrados a tu lado varios días. En un segundo su machete te degollaba. Encima, tenían la AK-47 soviética, muy fiable, mejor que nuestra M16. Muchos de los nuestros la sustituían por la suya”.

Pregunto: “Vamos a ver hermano, cuéntame cómo te alistaste”. El ex sargento me mira fijamente. “Tenía diecisiete años, mi hermano me reclamó desde Nueva York. Allá me fui, como turista, claro. Estaba ilegal, trabajé en un sitio y otro. Las calles estaban llenas de carteles invitándote a que te alistaras. Había un clima de guerra. Yo era muy joven, me gusta la aventura, si me alistaba me darían la nacionalidad americana. En la oficina de reclutamiento destaqué por ser un buen tirador. Un día el teniente me planta un papel ante los ojos ‘Mañana sales para Vietnam’. Quién no tiembla de miedo. El fin de viaje fue la base de Da Nang, centro de Vietnam. Lo primero que vi fueron los puñeteros helicópteros ‘Huey’, uno me trasladó a primera línea. Qué cosas, los he visto todavía aquí en Galicia apagando fuegos”.

Le aprieto un poco, quiero saber del lado duro. “Pasé muchas calamidades, no me hagas recordar. A veces me viene a la cabeza aquella noche en que estaba de centinela, cómo llovía, estábamos alerta. Ya sabes ‘dispara a quien no sepa la consigna’. Lo vi avanzar dando tumbos, era un compañero, lo reconocí; insistí ‘la consigna, la consigna’. No hubo más, le espeté la bayoneta. Estaba completamente drogado. ¿Viste ‘Platoon’ o ‘Apocalypse Now’, donde aúlla el coronel Kurtz? Todo era así. ¿Dónde están los miles de desaparecidos? Los que estuvimos allí sabíamos que había canibalismo”.

Cambio de tercio. “¿Con qué te entretenías en la jungla?”. “Teníamos nuestras zonas de recreo en la base. Yo salía poco. Ay, el miedo. Las mujeres norvietnamitas podían ser mortíferas. Te invitaban a hacer el amor pero el precio podía ser caro. Las muy astutas  habían aprendido a colocarse en la vagina una cuchilla de afeitar. Imagínate la enfermería llena de heridos y con frecuencia sin pene”.

Le digo: “Muchos regresaron enganchados a la heroína”. Hace una pausa. “Una plaga, estábamos en Asia, la tierra de la amapola mortal. Era barata. Vi a tantos compañeros quemar sus venas. Cierto, el enemigo la utilizó para debilitarnos. Por eso al regresar no nos miraron muy bien. Muchos de los nuestros se hicieron huraños vagabundos por las calles, extraviados en su camino de perdición.

Después, un par de años en una base alemana y a casa. Tuve pesadillas y el gobierno me ayudó. Hice cursos y aprendí oficios. Fui taxista en aquellos míticos coches amarillos neoyorquinos. En el 70 me casé con Jill, una enfermera nativa que todavía trabaja en el Memorial Kettering Hospital de Nueva York. ¿Sabes?, hará un par de meses me envió un pantalón con tirantes muy americano. Nuestra separación fue triste: en el 77 me escribió mi madre: ‘Ven, estoy sola y enferma”.
(“Me casé de nuevo y tengo un hijo, pero vivo solo en Ramirás.

Te voy a contar algo, me gusta que se sepa. Es verídico. Un día llegó Jill riéndose: ‘Vaya reyes que tenéis. Vino Don Juan a tratarse. En el hospital se paga por adelantado. Él no lo hizo, no nos preocupó porque era un aristócrata. Cuando se fue, su hijo Juan Carlos invitó a los médicos a un gran restaurante. Sofía nos invitó a las enfermeras a un desayuno en el Waldorf Astoria. Pero para sorpresa de todos el tratamiento quedó sin pagar’.

¿Mi traje de sargento segundo, dices? Sólo me lo pongo el martes de carnaval con mis tres condecoraciones de héroe”.

Paco se levanta, me da la mano, ya en la puerta se despide: sopla el silbato que lleva al cuello. “En Vietnam, al sonar este mismo silbato, mis soldados acudían velozmente”.)

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