Opinión

Siete euros de honor

Aveces puteo a mi amigo, exlegionario, con el estribillo de aquella canción de Brassens. “Si hoy es fiesta nacional,/ yo me quedo en la cama igual/ pues la música militar/ nunca me ha hecho levantar”. 
Pero te cuento de mi amigo Lorenzo. Son malos días para él: empalidecido, abreva en las barras de los tugurios más oscuros de la ciudad. Va y me dice “Fíjate, después de tantos años ha vuelto a supurar la herida de bala que recibí en el Sáhara”. 

Comienza a hablar: “El otro día escribiste de ese cementerio de Larache en donde yacen abandonados soldados españoles que murieron en las guerras de África. Así que me he leído todas las obras de Jean Genet del que tú contaste que decidió enterrarse allí. Vaya fulano, qué vida de crápula y qué bien escribe. Tengo subrayada una certera cita suya ‘El tiempo no lo cura todo/ el tiempo es la herida’.

Yo era un cabo segundo legionario de la IV Bandera en El Aaiún en 1975. Era aquella Legión todavía romántica con la ética de la amistad, convivíamos soldados de todo el mundo. Es bien cierto que el Ejército español sufrió penosas derrotas en Marruecos. Los nativos sabían permanecer ocultos bajo la arena. Claro que vi llegar el 6 de noviembre de 1975 la Marcha Verde. Era una masa confusa como una plaga de parásitos. La situación era crítica, hubo un puñado de muertos que permanecen en secreto. Teníamos todo minado y estábamos listos para el combate. Vino el príncipe. Después, nada. Entregamos el territorio y salimos con el rabo entre piernas. Qué tristeza.

¿Que si maté a muchos? Un día había que fusilar a cinco desertores. Me tocó estar en el pelotón. No quise y no pude. Me emborraché en la cantina. El teniente enfurecido me hizo cargar con el ‘saco terrero’, aquel abultado saco de arena a la espalda, quince largos días.

Una mañana, ya al final de la contienda, me tocó hacer guardia en un lugar peligroso. ¿Sabes?, de niño fui pastor en la aldea y aprendí a olfatear la llegada del lobo. Presentí que alguien se arrastraba por la arena. Llamé a mi compañero, me acerqué: vi su cabeza ensangrentada bajo un arbusto. Intuí dónde estaban y disparé mi metralleta AZ-49 a discreción. Allí estaban tres cadáveres y un moribundo. Los cabrones traían saquitos de veneno a la cintura y estaban muy próximos a los depósitos de agua. 

Todos me felicitaron. Días después, toda la tropa formada me rindió honores. El general prendió de mi pecho la Orden del Mérito Militar. Me dijo al oído: ‘Legionario, eres un valiente’. ¡Ah! Mi única medalla. ¿Sabes?, la custodio en una urna de cristal”.

(Sucedió que como todos los domingos primeros de mes, acudí con Lorenzo a la feria de antigüedades que se celebra en los soportales de la Praza Maior. Estaba empeñado en comprar un gorro militar. Recorrimos puestos, aquí y allá. De pronto se detuvo, incrédulo: en una esquina del puesto había un puñado de medallas militares. Alguna como la que le colocó el general aquel día de calor desértico de 1975 en El Aaiún.
Quizás no debí hacerlo pero le pregunté al fulano “¿Cuánto cuesta ésta?”. “Esa 7 euros, pero podemos negociar”.)
 

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