Opinión

Tomate superstar

Miércoles, 2 de junio

Conque estoy en la Plaza Mayor, escucho a alguien que me llama a gritos: “Jaime, no te escondas, aún estás en deuda conmigo”. Me digo: “Cielo santo, un acreedor, trágame tierra”.
Me acerco y es un viejo amigo verinense que creció conmigo cuando la villa hervía, eran buenos tiempos del contrabando y el dinero circulaba en largas noches de juego. Tiempos de guardias comprados, y pasar la Raia con un fardo al hombro era fácil para los avezados contrabandistas.

Cierto, hacía años que no sabía nada de Benito y ciertamente fue mi acreedor. Ahora vive allá en Barcelona y tiene negocios de restaurantes gallegos. Siempre fue un muchacho despierto, inteligente y arriesgado. Cuántas correrías juntos. Nos saludamos, nos abrazamos e, inevitablemente, hablamos de aquel día en que él arriesgó el pellejo por doscientas pesetas, un bolígrafo Parker y un álbum con los jugadores del Celta de Vigo del que era todo un forofo.

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ALBA FERNÁNDEZ

Pero te cuento, hermano lector, lectora, los dos estudiábamos juntos en aquella pintoresca y muy digna academia verinense que dirigía el inolvidable Jesús Taboada en Verín. De aquellas yo cursaba cuarto y reválida. ¡Ay, la reválida!, la jodida frontera del bachiller. Mi tragedia eran las matemáticas, suspenso tras suspenso. Conté alguna vez que teníamos que venir a examinarnos por libre a Ourense. ¡Ah!, en los exámenes orales nos quedábamos con frecuencia paralizados ante aquellos severos catedráticos, arrogantes, y casi todos despectivos con nosotros, que veníamos desde las villas. Era justo el día anterior al examen, yo sabía que en matemáticas iba directo al suspenso y eso suponía mucho, no pasar la reválida. La verdad es que no le insistí mucho a mi amigo. La oferta del bolígrafo Parker, las doscientas pesetas y sobre todo el álbum del equipo del que era fanático lo convencieron.

La escena el día del examen fue un poco esperpéntica, allí estaban los padres de todos los alumnos de Verín animando a sus hijos. El bedel iba nombrando de uno en uno a cada uno de nosotros. Cuando dijeron mi nombre y vieron que el que subía era Benito, hubo un cierto estupor en todos los padres, pero nuestra genética “raiota” funcionó y nadie hizo el menor comentario. El peligro era el carné de identidad en la mesa, pero con habilidad logramos disfrazar la foto. Así aprobé con un siete aquella maldita asignatura de matemáticas.

Alegres y divertidos, celebramos nuestro encuentro en el Frade con un buen vino de Verín, Gorvia, de los Mateo, jamón bien cortado y lo que hiciera falta. Allí recordamos nuestra adolescencia. Me dice: “¿Pero no te acuerdas de aquellas fiestas del Lázaro en que fuiste protagonista?”. La verdad es que no recordaba mucho, sólo vagas imágenes. Él me insiste: “Parece mentira, pero si eso ya es una leyenda en la villa: serían los setenta, entonces, a las fiestas del Lázaro acudían grandes orquestas, muchas atracciones y ese día se abría la frontera con Portugal. Aquella noche la plaza estaba a rebosar. No recuerdo su nombre, pero actuaba una orquesta de ocho músicos de Valencia que venía precedida de gran fama. Yo estaba a tu lado y me daba cuenta que no te gustaba nada cómo tocaban. Desapareciste de mi lado y regresaste con un bulto envuelto en un periódico. De pronto, el cantante muy atildado anuncia, lo recuerdo bien: ‘Señores y señoras, vamos a interpretar un tema que seguro les encogerá el corazón’. Comenzaron a tocar nada menos que Jesucristo Superstar, yo te veía resoplar a mi lado, te adelantaste un poco a las primeras filas, abriste los periódicos y lanzaste un tomate grande y muy maduro que dio en el rostro del cantante y resbaló por su impoluto traje blanco.

”Pero el cantante vio tu maniobra y, como un tigre, saltó del escenario gritando a grandes voces: ‘¡Hijo de puta!’. La verdad, gritaba con voz asesina. Era un tipo corpulento que venía como una bola de cañón a por ti. Tú reaccionaste rápido, tan rápido como el contrabandista acosado por la pareja de la guardia civil. Todo el mundo presenciaba lo ocurrido. No tenías fácil huir, pues tenías que zigzaguear ante la multitud que se agolpaba. El jolgorio era enorme, se escuchaban voces animándote: ‘Corre, corre, que lo tienes encima’. Agradécele a nuestro paisano Fanfan que le hizo una zancadilla y tú cobraste ventaja. Aquello fue todo un espectáculo, risas, aplausos, como si fuese una atracción más de la fiesta”.

El relato de mi amigo y el buen vino Gorvia abrieron las puertas de mi memoria. En un flash vi el rostro rabioso de aquel cantante enfurecido tras de mí, si me alcanza me destroza. Benito me dice: “Te recuerdo bien, cuando lograste salir del laberinto de la multitud y te encaminaste hacia campo abierto, él no pudo seguirte, volabas. Cómo nos reímos cuando al terminar todo, ya festivos, nos dijiste: ‘Ahí saqué mi mejor arma, la velocidad’. Créeme, Jaime, esta frase está en el imaginario colectivo de la villa”.

(Salimos los dos dando tumbos, alegres, recordando nuestras aventuras. Pero hermano, hermana lectora, antes de despedirnos me dio una lección que quizás a ti, hermano, hermana, también te haga reflexionar. Atravesábamos la Plaza del Hierro, se nos acerca un hombre enflaquecido y nos suelta su discurso: “Tengo cinco hijos, mi mujer huyó con otro, no puedo pagar el piso y encima tengo el sida”. Tal vez mi corazón esté endurecido y no le di nada. Va él y le da un billete de cinco euros. Hay un silencio. Antes de que yo dijera algo, Benito me dice: “Ojalá no sea verdad”.)

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