Opinión

Participación real

En este tiempo se habla, se escribe, se insiste, con ocasión y sin ella, sobre la importancia de la participación social en los asuntos públicos, en los asuntos de interés general. Sin embargo, la participación real y libre es la que todos sabemos, nada que ver con las datos que pomposamente deslizan muchos de nuestros políticos todos los días.

En efecto, la participación no puede regularse con decretos ni con reglamentos. Sólo hay real participación si hay participación libre. De la misma manera que la solidaridad no puede ser obligada. Esta relación de semejanza entre participación y solidaridad no es casual, por cuanto un modo efectivo de solidaridad, tal vez uno de los más efectivos, aunque no sea el más espectacular, sea la participación, entendida como la preocupación eficaz por los asuntos públicos, en cuanto son de todos y van más allá de nuestros exclusivos intereses individuales.

Al calificar la participación de libre quiero señalar no sólo que es optativa sino también a que, en los infinitos aspectos y modos que la participación es posible, es cada persona quien libremente regula la intensidad, la duración, el campo y la extensión de su participación. En este sentido, la participación -al igual que la solidaridad- es resultado de una opción, de un compromiso, que tiene una clara dimensión ética, ya que supone la asunción del supuesto de que el bien de todos los demás es parte sustantiva del bien propio. Pero aquí nos encontramos en el terreno de los principios, en el que nadie puede ser impelido ni obligado.

Es decir, son los hombres y mujeres singulares y concretos quienes reclaman nuestra atención, y para ellos es para quien reclamamos el protagonismo. Y por esto mismo la libre participación en la vida de la sociedad, en sus diversas dimensiones -económica, social, cultural, política- puede erigirse como el objetivo político último, ya que una participación plenamente realizada significa la plenitud de la democracia.

Suponer que la participación es un objetivo que sólo se puede alcanzar al final de un proceso de transformación política, sería caer en uno de los errores fundamentales del dogmatismo político implícito en las ideologías cerradas, hoy tan presentes entre nosotros. El socialismo con la colectivización de los medios de producción; el fascismo con la nacionalización de la vida social, económica, cultural y política; el liberalismo doctrinario -aunque aquí serían necesarias ciertas matizaciones- con la libertad absoluta de mercado, pretenden alcanzar una libertad auténtica que despeje los sucedáneos presentes de la libertad, que no son sino espejismos o cadenas que nos sujetan.

Mientras la participación no sea libre, real, en lugar de tecnoestrutural, artificial o vertical, poco, muy poco podrá hacerse para sacudirse la deriva autoritaria, dictatorial en que estamos sumidos desde hace tiempo. Y que con la pandemia se ha hecho explícita.

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