Opinión

Tolerancia y solidaridad

El dogma de la tolerancia intolerante, de la dictadura del relativismo, conduce a laminar cualquier posibilidad de expresión de ideas o argumentos que contradigan la verdad oficial, la doctrina que emana del vértice o de la cúpula. En estos casos, cada vez más frecuentes entre nosotros, en el orden político, económico, cultural y social, tenemos que buscar puertas de salida que nos liberen de estos prejuicios y preconceptos que impiden el pluralismo y la libertad de expresión.

Efectivamente, cuando esta versión de la tolerancia termina por presentar como intolerantes a los ciudadanos que respetan y defienden las libertades y los derechos de los otros, de los demás, es menester preguntarse acerca de las causas de esta situación. Una situación que condena al ostracismo a quienes desafían lo políticamente correcto o conveniente y plantean ideas distintas u opuestas a la verdad revelada desde las instancias del poder, sea político, económico, social o cultural.

Pues bien, si la tolerancia ancla sus raíces en la solidaridad, es posible escapar de esta tremenda tiranía que coarta la libertad de expresión de tantos ciudadanos en la vida social. En efecto, en el contexto del tiempo en que vivimos, la tolerancia intolerante convierte las discrepancias y desavenencias en diferencias irreconciliables. Se instala un ambiente de agresividad inusitada, normalmente instada desde quien dicta lo correcto o conveniente. Por eso, como señala Casey, la única forma de resolver los conflictos de valores reside en la afirmación de la voluntad.

La tolerancia intolerante, el primado del relativismo, alimenta un ambiente de sospecha continua contra el no alineado generando un ámbito de desconfianza creciente. Tales presupuestos conducen a pretender imponer las propias ideas sobre los demás, incluso drásticamente, de plano, llegándose incluso a la hostilidad y la persecución, grosera o sutil. Por eso, cuando las cosas discurren por estos derroteros, las personas, sobre todo las víctimas de este proceder de la tecnoestructura, acaban por aislarse o por asociarse con quienes piensan de forma similar, sea para defenderse, las más de las veces, sea para atacar, las menos.

En este ambiente la solidaridad cobra especial relevancia y es la llave que abre la puerta a la libertad. Frente a la dictadura del relativismo, se propone, como dice Casey, el ideal de la tolerancia en la verdad, asumiendo que es posible buscar la verdad y encontrarla y que los vericuetos para tal tarea son diversos. Que la verdad es posible buscarla y encontrarla por diversos caminos es, desde luego, un fundamento más sólido para la convivencia que la del pensamiento único, tolerancia intolerante, o relativismo.

Desde la solidaridad los seres humanos nos reconocemos miembros de la gran familia de la humanidad y procuramos ayudarnos a que cada persona se desarrolle libre y solidariamente en la sociedad. Desde la solidaridad no nos soportamos, procuramos enriquecernos con las diferencias de los demás. Si nos empecinamos en el individualismo, ingresamos a la selva y entonces todo se plantea en términos bélicos, de pelea y de lucha por afirmar el propio yo sobre los demás, como sea y cuándos sea.

La solidaridad, como plantea Casey, anima a que los seres humanos nos desprendamos de esa tendencia a la atomización, al individualismo, y seamos personas que dependamos unas de otras para nuestra realización. Somos personas libres, pero libres solidariamente porque nuestra libertad está modelada por la reciprocidad, por la capacidad de asumir libremente responsabilidades en relación con los otros, con los demás, no solo hacia nosotros mismos.

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