Opinión

Deportistas de oro

Después de quince días de infarto, de gloria televisiva y éxtasis, a uno le dan ganas de calzarse una medalla al cuello, aunque sea por aquello del síndrome de imitación.

Nunca hemos estado tan cerca de Río, por momentos se percibía hasta la humedad y el calor casi de trópico, el ambiente entre las fabelas, del que sus moradores contaban las “maravillas” de unos juegos que tenían tan cerca, también las playas soñadas entre caipiriñas y garotas; qué cosas, oiga.

Por momentos, la estratosférica dimensión de Nadal era propia, su empecinamiento contagioso, hasta el punto de que más de uno hubiera entrado al vestuario donde se atrincheraba el contrincante japonés y le hubiera mazado la cabeza a golpes. Mireia Belmonte que nos hizo sentir como escualos braceando en medio del salón; acongojados por el esfuerzo de Lydia Valentín, con la columna vertebral a punto de resquebrajarse, por suerte su cuerpo es otro. Los gritos descomunales de Carolina Marín imagino que por aquello de acojonar al contrario en un deporte inimaginable por estos lares, cuyas narraciones pusieron a prueba a los comentaristas. Nada que ver con el piragüismo, donde desde las gestas de David Cal éstas eran casi habituales. Así que lo de Craviotto, Toro, Chorraut, o Marcos Cooper entraba dentro de lo previsible; lástima de la admirable Teresa Portela, que supo ver su clasificación como un síntoma de que las rivales fueron mucho mejores y ahí se queda el lamento. La parsimonia y el buen rollismo de Ruth Beitia que por momentos su declaraciones parecían más propias de una especialista en coaching profesional que de una deportista que se jugaba las habichuelas frente a rivales en plena explosión de juventud. Por momentos uno se imaginaba como propia esa bendita mano de Claver que restaba la gloria australiana en favor de los nuestros.

En fin, que después de quince días ya no sabemos qué hacer con tanta gloria. Tal vez levantarnos del sofá.
 

Te puede interesar