Opinión

Basta de burocracia

Dice el refrán que “las cosas de palacio van despacio”. España sufre una de las burocracias más lentas y enrevesadas de los países desarrollados e incluso del mundo entero. Hace mes y medio se publicó la edición de 2020 del conocido índice “Doing Business” del Banco Mundial, y resulta que estamos en el puesto 97, es decir, por debajo de la mitad de la tabla mundial, en cuanto a la “facilidad de abrir un nuevo negocio” a causa de la burocracia y de los costes inherentes a la misma. Cuando se trata específicamente de obtener una licencia (por ejemplo, de obras), somos el país número 79. Es decir, en materia de burocracia estamos por debajo del resto de Europa y del resto del mundo industrializado.

Hemos visto todo tipo de “soluciones”por parte de las administraciones públicas, incluyendo ventanillas únicas que no han sido únicas, sino una ventanilla adicional. También el Índice de Libertad Económica de las Ciudades Españolas (ILECE), galardonado este año a nivel europeo como el mejor proyecto de investigación económica, arroja un dato demoledor: prácticamente todas las grandes ciudades españolas tardan más de medio año en conceder una licencia de obras. Madrid y Barcelona se acercan al año de demora, y Zaragoza lo supera. Eso a nivel municipal, pero cuando la administración licenciadora es la autonómica o la estatal, las cosas no son mejores. 

La Xunta de Galicia acaba de anunciar una ley de Reactivación Empresarial que reducirá a un año el tiempo necesario para conceder, por ejemplo, la licencia de un parque eólico, o a ocho meses la de una gasolinera. Es digno de elogio el interés de esta comunidad autónoma en aligerar los trámites, pero el número de meses previsto sigue siendo a todas luces excesivo. Además, el nombre de la ley se las trae: ¿qué hace una administración pública “reactivando” la actividad de las empresas? Cuando se trata de la actividad económica, lo que deben hacer todas las administraciones públicas es sencillamente no meterse. Cuando el ministro Colbert reunió a los empresarios franceses en 1861 y les preguntó que podía hacer por la economía, le respondieron con el famoso “laissez faire, laissez passer” (deje hacer, deje pasar). Cuánto mejor nos habría ido a todos si esas cuatro palabras tan elementales se hubieran grabado en piedra como fundamento de las políticas económicas.

Mucho antes que aquellos empresarios, hace dos mil quinientos años, Lao Tse escribió en su famoso libro Tao te Ching: “gobierno imperceptible, pueblo feliz; gobierno solícito, pueblo desdichado”. Dijo también que “a más leyes, más ladrones”, y que “cuantas más prohibiciones hay, menos virtuosa es la gente”. Era todo un sabio. En esta época de parálisis de la actividad empresarial a causa del dichoso virus y, sobre todo, de las malas decisiones políticas relacionadas con la epidemia, creo que corresponde al Estado, en todos sus niveles, adoptar solemnemente la decisión esencial e imprescindible para que la economía se reactive: apartarse.

Es el momento de recuperar dos instrumentos esenciales para expulsar de la economía la burocracia e incluso la posible corrupción (porque allí donde se exige un permiso, puede aparecer un maletín). Esos dos instrumentos son el silencio administrativo positivo y la declaración responsable. El primero, con plazos recortados, obligaría a las administraciones a “ponerse las pilas” y revisar los expedientes con mucha mayor celeridad y eficiencia, ya que todo lo no interrumpido seguiría su camino sin más trabas, gustara o no al político o al funcionario de turno. Por su parte, la declaración responsable es preferible a los sistemas de licencias. Permite que, por lo menos, la empresa o negocio de que se trate pueda arrancar sin demora. Ya se inspeccionará después por si algo de lo declarado responsablemente no era cierto, pero al menos se dejará de entorpecer y ralentizar la actividad.

Pero el problema de fondo sigue siendo el exceso de regulación, derivado de la desconfianza extrema que tienen las administraciones públicas en nuestras empresas y en los particulares. El coste de esta hiperregulación es insoportable. Priva a la sociedad de infinidad de actividades que generarían riqueza y puestos de trabajo. E incrementa la estructura paquidérmica de organismos y negociados de control, con su nómina gris y estéril de funcionarios acomodados, cuyos sueldos se ven obligadas a pagar las personas productivas. 

Reactivar la economía no requiere subvenciones (otra oportunidad para el favoritismo) ni políticas activas de ninguna clase por parte de ningún nivel de administración. Lo que requiere es dejar en paz a los ciudadanos, y especialmente a los empresarios, para que puedan trazar y ejecutar sus proyectos sin la insidiosa injerencia de los “licenciadores”. Muy pocas licencias tienen una auténtica justificación racional por la naturaleza de la actividad. La inmensa mayoría son trabas absolutamente prescindibles. La mejor licencia es la que no existe, porque, en definitiva, emprender, producir, emplear, trabajar, comerciar y prestar servicios son derechos económicos inherentes a la condición humana. Derechos, no concesiones de los burócratas.

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