Opinión

Esta Constitución está obsoleta

Esta semana se ha celebrado el cuadragésimo tercer aniversario de la Constitución de 1978, y no se puede decir que los años no pasen por ella. Nuestra Carta Magna ha envejecido bastante mal, y si no se abre el melón de su reforma es porque, aunque casi todos querrían cambiar cosas, casi nadie se fía de las cosas que cambiarían los demás. Esta Constitución nacida de la necesidad y la componenda se mantiene hoy vigente por inercia y por el temor de que, si la revisamos, podamos acabar aún peor. Pero eso no significa que el texto sea ninguna joya.

Para empezar, establece un marco territorial bastante centralista, por lo que es inadecuada para articular la complejidad territorial de un país como España. Y de aquellos polvos vienen estos lodos. Durante más de cuatro décadas, cada simple transferencia de competencias desde la administración central a las autonómicas ha sido como una amputación para quienes aún se obstinan en imponer una homogeneización política que choca frontalmente con la realidad española. Cuántos excesos de unos y otros, cuánta unilateralidad indepe y cuánto “a por ellos” unionista nos habríamos ahorrado si el Título VIII hubiese sido mucho más ambicioso, quizá emulando a la constitución nonata de Emilio Castelar, quizá la mejor que se ha escrito en esta tierra.

Para continuar, la constitución de 1978 establece un marco arcaico para la jefatura del Estado. Somos seguramente el único país del mundo que ha restaurado una monarquía en el último cuarto del siglo XX. Se restauró con calzador. Se suponía que iba a ser un punto de encuentro y una decisión salomónica: ni la república de infausto recuerdo para media España ni un régimen autoritario, pesadilla terrible para la otra media. Monarquía formal pero democracia. República de hecho, con rey como floripondio ornamental. Y así fue al principio, y casi le dieron el Nobel a Juan Carlos (a ver, que si se le ha dado a Arafat y a Obama, pues tampoco habría pasado mucho). Pero todo se ha torcido y hoy la corona es incómoda para gran parte de la población. ¿Mayoritaria? No lo sabemos, porque no se quiere hacer una consulta popular al respecto. Creo que no sólo quienes nos sentimos libertarios o liberales, sino cualquier demócrata profundo, rechaza hoy una institución obsoleta que discrimina por sexo y por edad, y que, por muy poco poder que tenga, es el último vestigio de la consideración diferenciada de los seres humanos en función de su cuna, algo que repele y asquea a cuantos tenemos las revoluciones francesa y, sobre todo, norteamericana, como raíces del mundo moderno, de la civilización global basada en la soberanía del ser humano individualmente considerado.

Y por último, esta Constitución avienta un insoportable hedor colectivista. Por una parte, relega el derecho individual a la propiedad privada, que no forma parte de la carta de derechos fundamentales sino que aparece más adelante y con matices nauseabundos. ¿Qué es eso de que la propiedad de cada ser humano está subordinada a la “función social” de la riqueza? Eso es la antesala del expolio al individuo, y así se ha visto desde la promulgación del texto en innumerables circunstancia. La riqueza cumple por sí sola una gran función social, y lo que la incumple es otorgar a los políticos la facultad de tomarla y redistribuirla. Si queremos que la sociedad prospere y que cada vez más personas salgan de la pobreza hasta erradicarla, debemos seguir la estela de los países que más y mejor protegen la propiedad privada.

Por otra parte, el texto del 78 abre las puertas de par en par al robo tributario sin límites, porque dice con mucha solemnidad estéril que los impuestos “no podrán ser confiscatorios” pero se olvida casualmente de determinar cuándo lo son, por lo que ese papel mojado no nos ampara en absoluto. Hay impuestos como el del tabaco que superan las tres cuartas partes del valor del hecho imponible. Hay otros como el de la energía que superan la mitad. El ciudadano medio trabaja del 1 de enero al 30 de junio aproximadamente para pagar impuestos y cotizaciones (incluidos los pagos que su empresa hace por él). El siervo medieval pagaba el diez por ciento (diezmo) y el ciudadano español de hoy paga al menos la mitad. ¿No es esto confiscatorio, señores padres de la Constitución?

En suma, estamos ante un texto a enmendar de arriba abajo tan pronto como los extremistas de ambos lados dejen de ser un peligro aún peor que el representado por esta bazofia de constitución que tenemos. Y encima, el órgano que la interpreta es un puñado de juristas nombrados por el consenso de los dos grandes partidos, desde los albores de la democracia. Deberíamos tener en realidad una sala de lo constitucional en el Supremo y no un TC que se ha convertido en una tercera cámara legislativa sin la menor legitimidad ciudadana. Mal día el 6 de diciembre, esta constitución está obsoleta.

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