Opinión

La espada de Bolívar

A finales de marzo, el “príncipe heredero del príncipe heredero”, es decir, Guillermo de Inglaterra, hijo del eterno Príncipe Carlos de Gales, hizo una de las innumerables y anodinas visitas de cortesía que les tocan a las testas coronadas europeas, quizá como contrapartida por la buena vida que les pagamos. Era consciente el Duque de Cambridge del estado de opinión en los tres países a los que iba a viajar: las Bahamas, Belice y Jamaica. Las sociedades actuales ya no sienten el apego de las generaciones anteriores hacia la ex metrópoli, ni, menos aún, hacia la vetusta institución monárquica que, de manera simbólica, muchos países de la Commonwealth han mantenido tras independizarse. Por lo tanto, Guillermo iba preparado para que el recibimiento fuera mucho más frío del que solían disfrutar los “royals”, y para que las propias autoridades de cada país pusieran el acento en el relato de su emancipación respecto a Londres, esgrimiendo los iconos de la misma. En el más poblado y relevante de esos países, Jamaica, fue el primer ministro Andrew Holness, quien, tras regalarle el mejor ron de la isla, le anunció la inminente transformación en república. De vuelta a Londres, seguramente se emitió un informe más sobre el debilitamiento del postcolonialismo paternalista. Los Windsor intentan ejercerlo desde que el otrora orgulloso imperio se reconvirtiera en una comunidad de Estados soberanos, algunos con la reina como jefa meramente formal. 

Todos los países que se independizaron de una potencia europea mantienen ciertos vínculos y cortesías cuando tratan con ella, sobre todo si por medio hay dinero de cooperación al desarrollo, pero en realidad no les hace gracia conservar algún grado de subordinación cultural derivada de la antigua historia colonial. Entienden caduco y humillante ese relato, y con mejores o peores modales se revuelven contra él, además de esperar que la ex metrópoli pida perdón por el pasado colonial, cosa que ni Gran Bretaña ni las demás potencias europeas quieren hacer.

España llegó de vuelta a esto de la monarquía por una extraña carambola, justo cuando Inglaterra empezaba a comprender que toda la Commonwealth iba a caminar hacia la república. América Latina recibió con alegría a Juan Carlos I en los setenta y ochenta porque se inauguraba una España democrática y desarrollada para tejer alianzas, recibir cooperación y tener una base en Europa. Pero el nacionalismo español nunca se conformó con un trato de igual a igual. Se quiso poner en marcha una comunidad tipo Commonwealth, justo cuando ésta empezaba a dar señales de fatiga. Siempre llegamos tarde a todo. En 1992, España lanzó una macrocelebración del quinto centenario, con olimpiada y exposición universal incluidas, y como logotipo puso en los ceros del número quinientos los dos hemisferios y, sobre ellos… nuestra corona. No faltaron voces latinoamericanas que rechazaron ese relato. No faltaron acusaciones de postcolonialismo cultural.

Como los países latinoamericanos se han ido desarrollando, el peso de la cooperación española ha llegado a ser casi irrelevante. Como se han hecho más occidentales y modernos, nos miran de igual a igual, disguste eso a quien disguste en esta orilla. Pero España no cambia y sigue mandando a todos sus actos al rey, con todas las connotaciones históricas positivas y negativas de esa figura. Las solemnidades nacionales de esos países tienen una base cultural y estilística rabiosamente anclada en el periodo de su independencia, de sus próceres, del momento en que dejaron de mirar al inmovilismo de Madrid y miraron al liberalismo republicano de París y Washington. Eso ya lo sabía Felipe VI cuando voló a Bogotá para la toma de posesión del socialista radical y ex terrorista Gustavo Petro, el clavo más reciente (a la espera de Brasil) del ataúd donde reposa la libertad regional. 

España podría haber enviado una representación inferior. Lo que no podía hacer es un gesto de descortés frialdad hacia un símbolo del relato de la independencia colombiana, incluso si era una añadidura posterior al protocolo, e incluso si el objeto en cuestión reviste simbologías adicionales y recientes muy partidistas. El rey perdió una oportunidad de honrar en nombre de España a quienes se levantaron contra ella en el continente americano hace dos siglos, reconociendo así moralmente la legitimidad de aquella independencia. Los “royals” británicos no han dejado de honrar a los “founding fathers” de los Estados Unidos, que se rebelaron contra Inglaterra. España, que tanto honra a Gálvez por haber ayudado a ese proceso norteamericano, no puede torcer el gesto ante los próceres de la América hispana. Levantarse al paso de la espada de Bolívar, como los demás invitados, habría pasado desapercibido. Como dice el refrán, “allí donde fueres haz lo que vieres”. En cambio, ser prácticamente el único que se mantuvo sentado con cara de póquer ha sido un gesto que ha traído cola y que no ha ayudado precisamente a recoser las viejas heridas históricas entre España y los países latinoamericanos. Seguro que Guillermo sí se habría levantado.

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