Opinión

La España federal de mañana

Pero el federalismo no puede ser de nuevo un falaz “café para todos” que otra vez esconda vulgar achicoria. Esta vez tiene que ser auténtico. Los diecinueve entes autonómicos deben pasar a ser estados federados con competencias plenas. El Senado, con una composición y unas circunscripciones acordes con la lógica federal, debe pasar a ser una cámara de debate territorial donde se discutan los asuntos relativos a las relaciones entre ellos y con la autoridad central. Su visto bueno al austero presupuesto de ésta debe ser imperativo. El Estado federal debe tener ámbitos competenciales tasados (diplomacia, defensa y poco más) y un presupuesto austero. No le corresponde invertir en infraestructuras, ni es cometido suyo “redistribuir la riqueza”, ni territorialmente ni tampoco generacionalmente, porque las pensiones deben basarse en la capitalización individualizada. Los impuestos de todo tipo debe decidirlos cada territorio en función de sus necesidades y de la voluntad política de sus habitantes, al menos dentro de una franja general de ámbito federal o europeo, dando pie a la mayor competencia fiscal interterritorial posible. Es absurdo que todas las comunidades autónomas actuales tengan prácticamente el mismo impuesto sobre la Renta, ya que las diferencias en el tramo autonómico son ridículamente pequeñas, o que no puedan decidir sobre Sociedades.

El Senado, con una composición y unas circunscripciones acordes con la lógica federal, debe pasar a ser una cámara de debate territorial donde se discutan los asuntos relativos a las relaciones entre ellos y con la autoridad central.

El Tribunal Supremo Federal debería la última instancia en los pleitos transterritoriales o en aquellos que involucren al Estado federal, culminando el resto de procedimientos en el tribunal supremo del estado federado que corresponda. Esos diecinueve tribunales supremos deben ser el resultado de ampliar las competencias partiendo de los actuales tribunales superiores.

La constitución federal debe establecer una carta de derechos y libertades general, de obligado cumplimiento para ser parte de la federación y disfrutar de la ausencia de fronteras internas, del mercado único y de los servicios comunes (defensa, diplomacia, registros y algunos otros). Esa carta debería incluir, por supuesto, el respeto irrestricto a la propiedad privada y a su libre transmisión y sucesión. La nueva constitución debería también limitar el poder tanto del Estado federal como de los federados, afirmando en cambio la libertad y autonomía de los ciudadanos y de sus agrupaciones voluntarias así como el más exigente respeto a la libertad económica, de empresa, de comercio y de contratación. Todo lo no recogido debe entenderse competencia de cada territorio. Sin embargo, es necesario que la nueva carta magna recoja procedimientos sensatos y garantistas para la fusión y separación de territorios dentro de la federación, dando así cauces razonables para situaciones como, por ejemplo, la leonesa. Y, por supuesto, si se desea que España se mantenga como una unidad política reconocible en el nuevo contexto global, deberá conseguir que sus estados federados quieran ser parte de ella en lugar de estar obligados a serlo. Y ello requiere vías no traumáticas para tratar el problema de la posible secesión, basadas en principios como los desarrollados en Canadá por la Ley de Claridad.

La nueva constitución debería también limitar el poder tanto del Estado federal como de los federados, afirmando en cambio la libertad y autonomía de los ciudadanos y de sus agrupaciones voluntarias así como el más exigente respeto a la libertad económica, de empresa, de comercio y de contratación.

El federalismo es la última oportunidad de mantener la unión formal, como en Bélgica, pero debemos habilitar procedimientos sensatos para las cuestiones de readscripción estatal promovidas en algún territorio, de manera que no se repita ni un referéndum ilegal sin garantías ni tampoco la represión policial y judicial del independentismo, que es una posición política tan legítima como cualquier otra. Ello implica emular canales de solución como el canadiense o como el propio proceso de federalización belga (que fue posible sin necesidad siquiera de pasar a ser república) o como la estrategia británica en el caso escocés. Casi medio siglo después de la muerte del dictador, la España que regentó ni es deseable ni, tan siquiera, posible, pero una España realmente federal sí es un proyecto ilusionante y capaz de generar un nuevo comienzo.

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