Opinión

Si Jefferson levantara la cabeza

Si Jefferson levantara la cabeza, o si lo hicieran Franklin, Adams, Washington o cualquiera de los demás founding fathers de los Estados Unidos de América-o si el resucitado fuera Alexis de Tocqueville, el gran analista inicial de ese nuevo país tan singular-, no me cabe duda de que cualquiera de ellos observaría boquiabierto lo que acontece allí este 3 de noviembre de 2020, "el primer martes después del primer lunes", como manda la tradición.
Verían en las elecciones de hoy cuatro cosas sorprendentes desde su perspectiva. La primera, su celebración en medio de una epidemia inédita que ya se ha llevado por delante las vidas de casi un cuarto de millón de personas. La segunda, una polarización pueril, naïve, entre dos septuagenarios que pasarán largamente de los ochenta años si terminan con vida el mandato 2020-2024. La tercera, el ocultamiento deliberado de cualquier tercera opción por parte de un duopolio que controla férreamente el aparato electoral. Y la cuarta, relacionada con la anterior, la distorsión del debate para alejarlo de las políticas a implementar y hacer que gire, en cambio, en torno a los estilos y maneras, a los rasgos y clichés culturales de los dos grandes polos, ambos más radicalizados que nunca en las formas, pero ambos coincidentes en lo realmente importante: más Estado, más control e ingeniería sociales, menos libertad individual.
Aquellos intrépidos fundadores establecieron con buen criterio un sistema de contrapesos políticos, los llamados checks and balances, para impedir el crecimiento descontrolado del aparato político de cada estado y, desde luego, del federal. Partían del sistema de gobernanza de la metrópoli londinense y de las demás potencias europeas, y no les gustaba. Creían en los derechos y libertades de cada ser humano, y sabían que el poder político, por legitimado que esté mediante procedimientos republicanos, puede y suele desembocar en tiranía. Hicieron cuanto pudieron, y los Estados Unidos fueron una sociedad más libre que las demás. Y, como la libertad genera prosperidad, fueron también la más rica.
Pero el doble establishment demócrata y republicano de los Estados Unidos hace tiempo que se olvidó de sus fundadores y sucumbió a la tendencia mundial de incremento y blindaje del aparato político, burocrático y regulatorio. En lo fiscal, el temible IRS persigue a los estadounidenses incluso en el extranjero (que le pregunten, por ejemplo, al pobre John McAfee, el empresario del famoso antivirus que lleva su apellido). En lo cultural, la izquierda y la derecha impulsan visiones compactas y valores excluyentes orientados a hacer, cada una, su particular ingeniería social. En lo militar, el conglomerado de industrias de la defensa y los intereses creados en torno al mantenimiento de un ejército inmenso condicionan el presupuesto y la política exterior. En lo territorial, los estados llevan dos siglos cediendo poco a poco poder a Washington, hasta el punto de que difícilmente puede hablarse ya de una federación de estados. Y en cuanto al sistema de gobernanza, el duopolio implacable de demócratas y republicanos hace francamentecuestionable el nivel de democracia del gran país norteamericano.
De hecho, la tercera edición del Índice Mundial de Libertad Electoral, recién publicada, sitúa a los Estados Unidos en un simple aprobado, con una discreta posición trigésimaquinta, similar a la española (trigésima séptima) y por debajo de casi toda Europa y hasta de India o de algunos países latinoamericanos. El país tiene una posición excelente en sufragio activo (participar como votante) pero pésima en sufragio pasivo (participar como votable). No es sorprendente. El proceso interno para ser candidato a algo en cualquiera de los dos grandes partidos es durísimo, y fuera de ellos dos, es casi imposible hacer política.
El Partido Libertario, la tercera fuerza política de los Estados Unidos, lleva desde 1971 peleando por romper el duopolio. Pese a su crecimiento, que le permite ya estar presente en todas las urnas de los cincuenta estados, y pese a haber alcanzado unos cinco millones de votos en 2016 y más de un 3% de media nacional, este partido se ve sistemáticamente excluido de los debates presidenciales. Y ello pese a cumplir los requisitos y pese a una sentencia favorable tras las últimas elecciones presidenciales (llegó tarde, el daño estaba hecho). Uno de los datos interesantes que dejará esta próxima madrugada electoral será saber cómo le va a la candidata libertaria, la empresaria y profesora universitaria Jo Jorgensen. La comisión de debates presidenciales, compuesta por representantes formales de demócratas y republicanos, ha preferido hacerse acreedora de una nueva sentencia adversa antes que dejarla debatir. Habría sido la única mujer y mucho más joven, y con su discurso amable y cargado de sentido común le habría hecho un roto muy considerable a los dos gerontócratas. A pesar del veto ilegal e inmoral, Jorgensen y el Partido Libertario han demostrado que son una fuerza creciente y esperanzadora para millones de conciudadanos.
Esta noche asistiremos al gran teatro de la democracia americana. Biden es volver al viejo establishment de los Clinton y, al mismo tiempo, poner el país en manos de una nueva hornada de demócratas jóvenes que, como Sánchez en España o Ardern en Nueva Zelanda, están estirando la socialdemocracia convencional hacia posiciones radicales que comparten espacios con la extrema izquierda. Trump es mantener el nuevo establishment construido en estos cuatro años, condicionado por Rusia, contrario a los aliados tradicionales del país y gestionado por una nueva hornada de republicanos jóvenes que ha estirado el conservadurismo convencional hacia posiciones radicales que comparten espacios con la extrema derecha. Son dos pésimas opciones para presidente del país más poderoso del mundo, pero mañana-o a lo largo de la semana, si el escrutinio se complica por el voto por correo-, uno de estos dos dinosaurios será el próximo ocupante del despacho oval. Que suerte para Jefferson, no poder levantar la cabeza.
 

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