Opinión

Las lenguas del parlamento

La institución parlamentaria es mucho más vieja que la propia democracia, y ha pasado, en todo el mundo, por innumerables vicisitudes y reformas a lo largo de los siglos para cumplir su misión de ser el lugar en el que los representantes de la población parlamentan, es decir, hablan, dialogan y acuerdan. En los relativamente pocos países donde el total de los ciudadanos se corresponde con un único grupo de hablantes, con una únca lengua, no ha habido mayor problema. Serían casos como los de Islandia o Portugal. 

Pero el mundo es complejo y las lenguas, como el concepto ese de nación (que hoy sólo podemos tomar como cultural, aproximado, líquido y solapable), no responden necesariamente a territorios equivalentes a las fronteras del Estado-nación. De hecho, el Estado-nación es una criatura bastante obsoleta que nació con la Paz de Westfalia hace casi cuatro siglos y va camino de verse superado por nuevas estructuras de gobernanza cuyas características aún es pronto para definir. Los nacionalistas (todos) idealizan al Estado-nación y quieren prorrogar su existencia a cualquier precio. Los partidarios de un orden único y global de gobernanza quieren irlo disolviendo, pero para crear algo similar de alcance planetario. 

Los liberales más inclinados al libertarismo pensamos que el camino sensato es el opuesto: la fragmentación no traumática de los apenas doscientos Estados que se tienen repartidos los ciento cincuenta millones de kilómetros cuadrados de tierra y los ocho mil millones de seres humanos. Ese cártel, creemos, debe dar paso a entendimientos líquidos de la soberanía, correspondiendo siempre a los individuos mantener o negar el consentimiento a los Estados, y pudiendo por lo tanto reorganizarse a nivel territorial para cambiar de Estado o crear uno. Lo que faltan son cauces, criterios y estándares universales para homogeneizar los procedimientos y asegurar que sean libres y garantistas para todas las partes. Modestamente, propuse ideas para habilitar esos cauces en “Adiós al Estado-nación” (2019). 

Sea como fuere, lo cierto es que los parlamentos son y serán cruciales. Como decía antes, son una institución anterior a la democracia e incluso al Estado-nación contemporáneo, pero creo también que seguirán existiendo en el nuevo marco que lo sustituya. Son el equivalente social a una junta de accionistas. Son la expresión del civilizado contraste entre propuestas. Son el foro en el que se delibera el camino común que aún resulte necesario para algunas cosas. Digo “algunas” porque, para una creciente mayoría de decisiones, afortunadamente ya no va a ser necesario escoger una vía común y podrán individualizarse gracias a la sofisticación tecnológica que liberal al ser humano de las vieja necesidad de acción gregaria.

Incluso en el parlamento actual ya es común el plurilingüismo, y en el futuro esa lógica se extenderá más aún en la medida en que aún permanezcan los Estados grandes y etnoculturalmente complejos, como el nuestro. De ciento noventa y tras Estados miembros de las Naciones Unidas, aproximadamente ciento cinco ya tienen hoy pinganillos. La pinganillofobia es la más reciente, aunque probablemente no la última, de las muchas fobias que el nacionalismo centrípeto español ha desarrollado desde 1975. Es un coletazo de la bestia nacional herida, que lleva ciento veinticinco años sin encajar ni digerir su 1898, pero que ya un cuarto de siglo antes de aquel desastre bélico se había enrocado en su “no es no” al federalismo que proponían los liberales, con Emilio Castelar al frente. 

El general Pavía, entrando a caballo en el parlamento con la Guardia Civil y derrocando al gobierno electo y, con él, a la I República, aplazó sin edie nuestro federalismo, hasta el punto de que en 1978 la Constitución tuvo que hacer todo tipo de florituras para evitarlo y crear en cambio un “autonomismo” sui generis que no es ni chicha ni limoná sino achicoria para todos. Un apaño, un parche que cuarenta y tantos años después resulta insatisfactorio. Pero que, al menos, debería haber motivado desde el principio la razonable expresión de nuestro plurilingüismo en el parlamento de todos. 

No es verdad, por más que se repita estos días, que ese plurilingüismo parlamentario sólo se dé en los países sin lengua “común”, y tampoco lo es que el castellano sea la lengua “común”, de buen grado, de toda la población del país. Las constituciones pueden decir lo que quieran, pero las koinés son procesos de orden espontáneo y voluntario. Muchas veces, en política, no hay mal que por bien no venga. El oportunismo y la cara dura de Pedro Sánchez, que comete la indignidad de meter comunistas en el Ejecutivo y adopta leyes absurdas y contraproducentes, ha tenido sin embargo un lado más luminoso en la desactivación de la bomba territorial, aunque lo esté haciendo sin convicción y por puro cálculo de interés. Bienvenido sea. Y bienvenida sea la incorporación de las lenguas territoriales más habladas al parlamento de todos. Ya era hora, llegamos con cuatro décadas de retraso. Y ahora, a caminar por fin hacia un federalismo auténtico y profundo.

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