Opinión

Lo que nos jugamos en Turquía

Turquía es heredera del antiguo imperio de lo sultanes otomanos, y su padre fundador fue Mustafá Kemal Ataturk, que introdujo ideas modernizadoras y bastante liberales, desde la adopción del alfabeto latino y la industrialización del país hasta el maravilloso coto al clericalismo. Pero, por otro lado, dio también pasos hacia un Estado planificador y entrometido, pese a que prevaleció en general una economía de libre mercado. Durante alrededor de un siglo, Turquía se ha caracterizado por una aproximación decidida a Occidente, y por lo tanto a los valores burgueses de inspiración ilustrada. Esto se ve en muchos rasgos de la sociedad turca que la alejan de otras culturas de raíz islámica, incluyendo la árabe y la persa. La secularización paulatina del país funcionó muy bien en Turquía y sus resultados siguen siendo palpables en las calles de Estambul y las demás grandes ciudades, en la música que se escucha, en las magníficas series de televisión que trasladan a Netflix un país prácticamente equiparable a los nuestros y, sobre todo, en el rol y la autonomía de las mujeres tucas.

Todo iba bien hasta que pasaron dos cosas. La primera, el auge de las versiones ortodoxas y rigoristas del islam en todo el mundo musulmán, auge que a punto estuvo de dar al traste con la evolución liberal del país. La segunda, la llegada al poder de una casta política diferente de la anterior. Antes de Erdogan habían dirigido el país personas claramente occidentales en su visión política, social y geopolítica, incluyendo a la primera mujer que ocupó el cargo de primera ministra, la excelente líder liberal-conservadora Tansu Ciller. Pero con la llegada al poder de Erdogan, un nacional-populista tipo Vox, se produjo, más que un retroceso, un parón en el proceso de occidentalización y desprendimiento del pesado lastre religioso. Uno de los motivos de ese parón es la desesperanza de grandes capas de la sociedad turca al constatar que el país no va a ser admitido en la Unión Europea. Esa bofetada sin manos estuvo de más y se habría podido evitar con algún tipo de asociación intermedia a la UE, con características especiales que tuvieran en cuenta la magnitud poblacional y las diferencias etnoculturales del país. Podríamos haber tenido una Turquía plenamente inserta en la unión aduanera pero no en Schengen o de manera más limitada, y dentro del euro. En vez de avanzar por ese camino, la parte conservadora de la élite europea prefirió rechazar o seguir aplazando sine die la resolución del problema turco. Eso terminó por pasarnos factura, porque Turquía, ya con el nacionalismo moderado y el islamismo también moderado de Erdogan en la presidencia, comenzó a bascular hacia otras influencias. Fue un error garrafal. Algunos ingenuos trataron de arreglarlo y de ese empeño surgieron bobadas como la “alianza de civilizaciones” que Erdogan y Zapatero pusieron en marcha, y que sólo sirvió para alentar las tesis geopolíticas “neorrealistas” de antioocidentales y antiliberales como Mearsheimer, Huntington o nuestro Pedro Baños (el lamentable Estulin español), según las cuales el mundo es un tablero de Risk con hegemones regionales. La Turquía de Erdogan aspira a ser uno de esos hegemones: por un lado, liderando todo el conjunto de países etnoculturalmente túrquicos surgidos del imperio soviético en el Cáucaso (Azerbaiyán) y en Asia Central; y por otro lado, estableciendo una influencia permanente en su patio trasero meridional, es decir, en Oriente Medio. Fue un inmenso error alimentar desde Occidente la asunción turca de esa hoja de ruta. Todo lo empeoró mucho más aún Trump. Al abandonar la política exterior y especialmente la presencia activa en Oriente Medio, y al dejarle carta blanca a Putin para recomponer la influencia exterior de Rusia, empujó aún más a Ankara en brazos del Kremlin. 

Ahora nos encontramos en una situación peculiar. Veinte años desgastan a cualquier político, y Erdogan está desgastado, pero lo más probable es que el día 28 logre revalidar una vez más su presidencia. Será una mala noticia para Occidente. Turquía tendría que haber estado a la altura de la invasión rusa de Ucrania, apoyando sin reservas a ese país desde el minuto uno, como socio de la OTAN que es. De hecho, es obvio que Putin jamás se habría lanzado a esa aventura sin contar con el papel intermedio y contenido que está jugando Ankara. La base de la OTAN en Incirlik, cerca de Adana, es absolutamente imprescindible para nuestra seguridad, y está desde hace años en el territorio de un régimen que no es cien por cien confiable. El veto a la incorporación de Suecia a la Alianza es un auténtico despropósito y los políticos previos al erdoganismo nunca lo habrían aplicado. Durante la Guerra Fría sólo hubo dos fronteras directas OTAN-URSS: la del Norte de Noruega y la turca, y Turquía siempre fue leal pero ahora es duda. Lo que no es duda es que Occidente se ha equivocado con Turquía, debió integrarla mejor y no lo hizo porque a los conservadores no les gustaba que los turcos fueran musulmanes, aunque lo eran poco. Pues ahora lo son más, y de aquel polvo, este lodo.

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