Opinión

Solidaridad con el caricaturista danés

Cuando el humorista gráfico danés Kurt Westergaard publicó en 2005 unas caricaturas en las que bromeaba respecto a Mahoma, desató sin saberlo una feroz oleada de protestas violentas que hasta hace unos días creíamos terminada. Pero no, porque la policía danesa ha detectado un complot para asesinar a Westergaard y a cuantas personas estuvieran a su alrededor, y quizá para destruir las oficinas del periódico. La solidaridad no se ha hecho esperar y los demás periódicos daneses han publicado al unísono las dichosas caricaturas para compartir con el Jyllands-Posten la ira de los ultraislamistas. Cualquier periódico amante de la libertad, la democracia y los derechos humanos debería hacer lo mismo, porque el conflicto es mundial.


No todos los derechos ni todas las libertades valen lo mismo, desde luego. Hay derechos y libertades más evidentes y valiosos que otros. La capacidad irrestricta de pensar y de comunicar al mundo las propias ideas es uno de los pilares fundamentales sobre los que se asienta todo el edificio social, político y económico del mundo civilizado. Cuando, en pleno siglo XXI, se asalta embajadas, se quema banderas en furiosas manifestaciones o se planean atentados mortales simplemente como reacción ante las opiniones expresadas por otra persona, el resultado es un movimiento sísmico que amenaza los cimientos mismos de la civilización.


Así pues, una de las libertades que más valen es la de expresión, por más que lo expresado resulte ofensivo para otros. Y una de las libertades secundarias que deben administrarse con bastante cuidado es la religiosa, porque se corre el serio riesgo de darle el poder a los fanáticos de cualquier religión, lo que acabará con la propia libertad religiosa (de quienes profesen otra fe) y, desde luego, con la libertad de expresión.


Estar con Westergaard es estar con Voltaire cuando sintetizó en una sola frase lo mejor de nuestra civilización libre: ’no estoy de acuerdo con lo que dices pero daría mi vida por tu derecho a decirlo’.


Desde mucho antes del 11-S, el mundo occidental (el más elevado estadio de la evolución cultural humana, medible por su bienestar material, por su libertad individual y por su excedente económico) se enfrenta al extremismo musulmán y, en menor medida, a un preocupante regreso del extremismo cristiano y judío, quizá como respuesta al primero. Lo que caracteriza a Occidente es su capacidad de relativizar la religión, confinarla al ámbito privado de cada hogar y cada persona, y establecer un marco jurídico laico donde todos puedan convivir. Ahora más que nunca es necesario que ese modelo de sociedad laica y Estado aconfesional, emergido de nuestro maravilloso Siglo de las Luces, prevalezca sobre cualquier tentación de responder al fanatismo religioso externo con nuestras formas autóctonas de fanatismo religioso, capaces desde luego de competir en irracionalidad y salvajismo.


De los terroristas que planeaban matar a Westergaard no nos separa el background religioso-cultural (musulmán de ellos y judeocristiano nuestro) sino el que ellos aún no han logrado relativizar y minimizar el misticismo, ni expulsarlo de la conducción de los asuntos públicos, y nosotros sí. Y por eso nosotros hemos progresado y ellos están pisando el acelerador en la autopista de regreso a la Edad Media.


Podrá gustar más o menos el humor de Westergaard, podrá incluso parecernos de mal gusto, pero los amantes de la libertad tendremos que estar siempre con él, igual que estaríamos al lado de un caricaturista musulmán que satirizara a Jesús y fuera objeto de la violencia de grupúsculos cristianos integristas. Estar con Westergaard es estar con Voltaire cuando sintetizó en una sola frase lo mejor de nuestra civilización libre: ’no estoy de acuerdo con lo que dices pero daría mi vida por tu derecho a decirlo’. La angustia de Westergaard es una advertencia para todos nosotros. Si no se puede hacer con entera libertad cualquier caricatura, entonces vivimos en una caricatura de la libertad.

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