Opinión

Tortilla y Estado

La semana pasada un conocido establecimiento madrileño, especializado en tortilla de patatas, fue víctima de un brote de salmonelosis que afectó a unas sesenta personas y al final ha obligado a la empresa a cerrar temporalmente. Hasta ahí, nada anormal. Son cosas que pasan todos los días. Pero al leer la noticia, me encuentro en varios periódicos con comentarios sobre la normativa vigente, y confieso mi perplejidad. ¿Normativa? ¿En serio? Resulta que sí, que tenemos una normativa sobre el grado de cuajamiento (perdonen ustedes si lo correcto es cuajación) de las susodichas tortillas. Hasta ese punto ha llegado la mano visible del Estado. No sé ustedes, pero yo no tenía ni idea. 

Al parecer, desde 1991 estaba en vigor una normativa de cuajez (¿o será cuaje?) que se ha relajado últimamente, sobre todo a raíz de la actualización hecha por el Comité Científico de la Agencia Española de Seguridad Alimentaria y Nutrición este pasado mes de diciembre. En un PDF plagado de tablas y gráficas, el ínclito comité tiene el cuajo (nunca mejor dicho) de disponer a qué temperatura se debe cocer una acelga o freír un pollo. Y claro, puestos a mandar, mandan también sobre el nivel de cuajancia (a ver si va a ser cuajía) de nuestra tradicional tortilla. 

Rebuscando en la detallada normativa, uno no encuentra nada sobre si la tortilla debe llevar o no cebolla. El Estado, en su magnánima indulgencia, ha querido dejar a sus súbditos la libertad de decidir sobre ese extremo, o no se ha atrevido a meterse en ese jardín. Pero cuidado, porque si las disputas entre concebollistas y sincebollistas llegan a desafiar el orden público, pronto vendrá la agencia esa a dictar un laudo. Ya imagino a sus egregios miembros deliberando noche y día para al final decidir que toda tortilla deberá llevar una determinada cantidad de milímetros cúbicos de cebolla, ni mucha ni poca, para contentar salomónicamente a todos. 

Así pues, con la cebolla no se han metido, pero del cuajaje de la tortilla (lo mismo se dice cuajera) sí se han ocupado y ahora todo el debate de los estatistas gira en torno a si la regla obligatoria debe establecerse en tal o cual nivel de viscosidad amarillenta. Se discute con pasión digna de mejor causa si el augusto legislador tortillero se ha pasado o se ha quedado corto en su estimación de cuán líquido ha de ser el medio para que chapotee feliz el bacilo de la salmonela. Ya me imagino a los técnicos municipales en cuajismo aporreando la puerta de la cocina de un restaurante para revisar la producción tortillosa en busca de niveles inferiores o superiores a los reglamentarios. Previamente habrán tenido que obtener una acreditación profesional como inspectores de los huevos, y habrán superado un cursillo de uso avanzado de higrómetros yemosos.

Sólo somos cuatro gatos los que, tras doloroso facepalm ante tanto intervencionismo, pensamos que en estas cosas no debería meterse el Estado. Que no es sensato que en los paquetes de nueces se obligue a poner “cuidado, podría contener nueces” ni se indique en las instrucciones de una plancha “atención: no planche la ropa mientras la lleve puesta”. Son dos de la muchas anécdotas que recogen los libros que se ocupan del invasivo paternalismo estatal. El mejor de esos libros: “La tiranía de los imbéciles”, de Carlos Prallong. 

Ese paternalismo es una epidemia. Nos persigue por todas partes. Hace poco se ha unificado la toma de electricidad con la salida de audio de los teléfonos, de manera que ya no se pueda cargar un teléfono mientras se escucha con los auriculares. ¿Cuántos casos se habían producido de un extrañísimo suceso que hubiera acabado con la electrocución del dueño del teléfono? Probablemente ninguno. Y para qué hablar de los excesos de la vigilancia de nuestros equipajes, ropa y cuerpos en los controles de seguridad aeroportuaria, que empezaron con el 11-S pero han pasado más de veinte años y ahí siguen. 

Se habla últimamente de que se dejen de vender medicamentos y la gente tenga que ir a la farmacia a que se los administren, pero sea eso una leyenda urbana o no, lo cierto es que ya no podemos comprar sin receta casi nada. ¿Nadie se cuestiona por qué es obligatorio el cinturón de seguridad o el casco en la moto? Yo me pongo el cinturón y recomiendo hacerlo, pero, ¿de verdad me tienen que obligar por ley y multarme si no lo hago? Es un ejemplo claro de delito sin víctima, como el de la automedicación. Y se supone que en una sociedad moderna, libre, avanzada, cimentada sobre la soberana autonomía de los individuos, los delitos sin víctima no tienen cabida. 

A mí me disgusta la tortilla poco hecha, y me sienta mal. Pero la miro antes de pedirla, o pido que me digan si la han cuajado mucho o poco. Y después, si quiero, me arriesgo. Y el dueño del establecimiento se arriesga también, porque si intoxica a la gente le lloverán las querellas. Pero entre el dueño y yo nos bastamos y nos sobramos para resolver la cuestión sin comités ni normativas ni injerencias ni tanto Estado. Porque lo que si está cuajadísimo en España el estatismo, y ya va siendo hora de hacerlo más líquido.

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