Opinión

Tráfico de vacunas

Me sorprende que sorprenda la actitud de los políticos españoles respecto a las vacunas. ¿Cómo puede sorprenderle a nadie que las acaparen, que se las pongan primero ellos y después a sus huestes, relegando a quienes más las necesitan? ¿Aún no hemos aprendido cómo son? Nuestra élite política, con independencia de sus múltiples colores ideológicos, propende a la corrupción, incluida la más cutre y chabacana, la del "niño, a mi no me multes que soy concejal". Tenían razón los podemitas al principio, cuando denunciaban la desvergüenza de esa casta. Pronto se incorporaron a ella, como siempre ocurre. Cuanto más se encolerice un político nuevo, limpio y regenerador, con mayor regusto chapoteará en el fango del privilegio tan pronto ocupe su parcelita de poder. Es ley de vida. 

Cientos de prevacunados ilustres en Murcia y en toda España, en unos casos del PP, en otros del PSOE, en otros ya veremos, ilustran con galdosiano costumbrismo el ethos deficiente, cuando no ausente, de nuestros representantes. Somos la sociedad de Rinconete y Cortadillo, el país de los caballeros empobrecidos que se ponían migas de pan en la barba para hacer creer que habían comido. Somos el país del "quiero y no puedo", que deriva en el abuso de poder tan pronto como sí podemos. Y como el poder suele ser efímero, pues hala, carpe diem, "ancha es Castilla" y después "que nos quiten lo bailao". Nuestra picaresca, legado directo de Roma, es legendaria. Suele asombrar a los nordeuropeos pasados por el tamiz protestante. En muchas de sus ciudades pequeñas faltan deliberadamente las cortinas de los hogares, en un acto de orgullosa transparencia sobre su nivel de vida. Ya es tan sólo un gesto cultural, pero indica de dónde vienen ellos y adónde vamos nosotros, orgullosos herederos de la Roma menos ejemplar. Aquí cada cierto tiempo un nuevo gobierno echa pestes de la corrupción ajena y dicta, de cara a la galería, nuevas normas de transparencia que sólo enmascaran el sistema. Se elevan así las barreras de entrada al selecto club de corruptos, pero también los incentivos de los corruptores. Cada nuevo brindis al sol genera más burocracia sin curarnos de la corrupción, porque es una dolencia cultural.

Tenemos más coches oficiales que nadie, más gastos suntuarios que nadie, más privilegios por ser cargo público que nadie. El placer que Sánchez encuentra en el uso asiduo del Falcon no es producto de una vocación aeronáutica tardía: es la rienda suelta que todo nuevo rico de la Nomenklatura quiere darle a sus fantasías para conjurar los complejos e insatisfacciones sintiéndose un césar. O, en algunos casos, un Calígula. Da igual el partido. Los trajes cargados al contribuyente, las tarjetas black, las vacaciones contabilizadas como viaje de trabajo… todo sale del mismo rincón oscuro de la psique del político profesional, un ser generalmente incapaz de emprender o desarrollar una carrera normal, pero muy dotado para el arte del cabildeo, para el trading de información y chollos en los pasillos. Nuestros doctores en labia sublime, catedráticos del chanchullo, se forran a nuestra costa, por supuesto, pero lo que de verdad les motiva es el salario emocional de sentirse superiores, de haber llegado a ser alguien. Son como el cazador que se fotografía pisando la cabeza del pobre animal que acaban de asesinar. "Ya me he vacunado", dirán en un susurro a sus subalternos, y el orgasmo intelectual que experimentarán se saldrá de todas las gráficas al añadir "tengo una dosis para ti", marcando así de forma indeleble su jefatura. Si alguien les inyectara pentotal sódico y les preguntara por qué lo hacen, la respuesta invariable sería "porque puedo".

Resuenan aún en el Congreso de los Diputados, nuestro más insigne Patio de Monipodio, las palabras de Carlos Solchaga en 1994, cuando le pillaron con el carrito del helado en forma de privilegios "gratis total" de una naviera pública: "es que un ministro es un bien de Estado". ¿Un bien? El Estado es un mal, y no menor. Es un tumor de la sociedad en avanzada metástasis. Aquí, en Roma y en todas partes. El tráfico de vacunas sólo es la expresión más reciente del eterno tráfico de influencias. Y no, una y mil veces no, la solución no es sustituir a estos políticos por otros más honrados. Primero, porque es prácticamente imposible encontrar semejante unicornio. Y segundo, porque apenas tardarán nanosegundos en corromperse también, porque hasta el más santo puede ser extorsionado con unas fotos personales comprometedoras, o tentado con el dinero que necesite, no para él, sino, por ejemplo, para el tratamiento médico de un hijo. Y la solución tampoco pasa por seguir engordando la nómina de controladores de los controladores de los controladores, con más organismos de control mutuo y más personal controlador, y con nuevas hornadas de normas y reglamentos. Cada nueva regla, cada nueva licencia, cada nuevo control, es una oportunidad para que alguien ofrezca un soborno. No, la única vacuna tanto a la corrupción de altos vuelos (o de trenes a La Meca) como a la pedestre y casposa de los privilegios zafios, es reducir el Estado, su poder, su volumen, su coste, su personal y sus recursos, y devolver a la ciudadanía, a la sociedad civil, al mercado, todas las decisiones posibles. Parafraseando a O'Rourke, cuando lo que se compra y se vende lo deciden los políticos, lo primero que se compra y se vende son los políticos.

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