Opinión

Mercenarios de la palabra

Comunicación (del latín, communicare) significa compartir, poner en común a través de la palabra. Y la palabra, en este caso la noticia, puede sufrir el martirio de fascismos desaforados, nacionalismos recalcitrantes y dictaduras impías; ha sucedido en Italia, Alemania y en nuestra Piel de toro. Pero la verdad resiste. “La verdad triunfa por sí misma, decía Epicteto, la mentira necesita siempre complicidad”.

Sin embargo dudo mucho que nuestro román paladino consiga salir airoso de la telebasura letal que lo atenaza. No tanto porque algunos y algunas manipuladores y manipuladoras de esa máquina infernal de producción de estupideces se empecinen en reiterar hasta el hastío el vocablo femenino, cuanto que, lejos de poner en común algo que merezca la pena, las televisiones nos están idiotizando, lobotomizando en algunos casos. Las públicas las primeras. 

Mercenarios (mercenarias en este caso) de la noticia, recalcan de forma sibilina lo que más les interesa. O cuando no, mienten a pantalla descubierta. Estas cadenas de des-información dan trabajo a un tropel de becarios (sueldo ya es otro cantar) a los que apostan (o aparcan a la intemperie según el caso) frente al político de turno, al empresario de bien o al personajillo de moda, hasta conseguir de los tales un carraspeo, un exabrupto, o una peineta y así componer un cronicón que ríete tú del Pulitzer a la indecencia. 

A los plumillas más lambeculos los contratan “por obra”, o través de interpuestas “productoras” (el nombrecito en sí ya se las trae), y los muy cándidos, felices de su infortunio, inmunes a la ridiculez y al desaliento, trabajan a destajo porque les gusta su profesión; y el hacerlo en los “mentirapolios” audiovisuales nacionales supone un plus a la ignota relevancia de la redacción de un mentidero de provincias. Y si fracasan se autoinculpan. O se avergüenzan al descubrirse tal cual los han considerado siempre sus negreros: una nube de gilipollas a merced del viento dominante.

Y mientras esta jauría de periodistas en ciernes, guionistas en apuros y tertulianos en la inopia hurgan en basureros y braguetas, unos cuantos directivos sin escrúpulos se reparten una cuota de millones mayor aún que la que implica el share de espectadores a los que embaucan. Y ya les oirás invocar para esparcir sus mentiras “la libertad de expresión”, o “el derecho a informar” para atufarnos con su hediondez amarillenta; incluso les oirás cagar sentencias sobre quién es más o menos corrupto, más o menos feminista, o más o menos de izquierdas. Pero jamás se privarán de destrozar, sin otra prueba que la que han urdido en sus mendaces aquelarres (les llaman fuentes) al adversario político o a quien tenga la desgracia de aumentar su cuota de pantalla. “Jamás permitas que la verdad nos estropee el negocio”, es su consigna mercenaria.

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