Opinión

No esperan a que el tiempo nos ajuste

Vaya por delante que no pretendo con esta reflexión hacer un análisis político de lo sucedido este fin de semana en el Congreso del PP. He seguido con interés el cónclave pero corresponde a su militancia y a sus votantes sacar las conclusiones respecto al futuro de su organización.

Tampoco voy a valorar las razones, seguro que “habelas haylas”, que convirtieron a un señor que no había ganado en las urnas del 5 de julio en secretario general. Lo cierto es que Soraya Sanz de Santamaría fue la vencedera aquel día pero Casado la arrolló en el Congreso. Hablando sin metáforas y para que nos entendamos bien, la militancia y las bases del PP la votaron a ella pero la élite se decidió por él. Fue el desenlace ¿inesperado? de una carrera sucesoria que dos mujeres iniciaron como claras favoritas.

No es la primera vez que ocurre en la política española. Ni siquiera es la primera vez que ocurre en el PP. ¿Se acuerdan ustedes de Isabel Tocino? Estuvo a punto, allá por el 89, de ser la presidenta del PP hasta que se topó con aquel dedo de tutelas y tutías de Fraga que acabó apuntando a José María Aznar.

Si he dicho al inicio que no era mi pretensión analizar políticamente lo sucedido el sábado, tampoco lo es disertar hoy sobre el papel de las mujeres en la política española contemporánea. Solo pretendo apuntar una realidad. No es opinión, es constatación. Ninguna mujer, en 40 años de democracia, ha logrado ponerse al frente de un gran partido político en España. Muchas lo han deseado, lo han trabajado. Muchas lo merecían. Algunas llegaron hasta el final. Ninguna lo ha conseguido.

Matilde Fernández y Rosa Díez lo intentaron en aquel decisivo 35 Congreso del PSOE. Ambas fueron las menos apoyadas en una votación que ganó José Luis Rodríguez Zapatero frente a José Bono. Años después, en 2012, otra mujer socialista, Carmen Chacón, que durante su carrera había roto techos de cristal blindado, rozó con las yemas de sus dedos la Secretaría General al quedarse a 22 votos de Alfredo Pérez Rubalcaba en una durísima elección a la que, al igual que Soraya, Chacón había llegado con la etiqueta de ganadora.

En mayo de 2017 el PSOE vivió unas primarias que a punto estuvieron de resquebrar la unidad del partido. Dos candidatos, Pedro Sánchez y Patxi López, y una candidata, Susana Díaz, pujaron por la Secretaría General del PSOE. De nuevo ganó un hombre. Aquel proceso lo viví desde sus mismas  entrañas por mis responsabilidades orgánicas de entonces, por lo que no entraré en ningún juicio de valor diferente al que nos ocupa en este momento, pero no les quepa la menor duda de que en todas las contiendas que les he mencionado el machismo flotaba en el aire como partículas de polvo que, inconscientemente y casi invisibles, trufaron el marco de esas contiendas.

En el caso del PSOE, todas y cada una de las candidaturas incorporaban un impecable discurso feminista, con presencia de importantes referentes feministas en todos los equipos. Por el contrario, en el caso del PP ninguna de las dos candidatas se había caracterizado por su defensa de las políticas de igualdad. Santamaría y Cospedal ocupaban puestos de máxima relevancia cuando el gobierno despreció la huelga del 8M, aunque posiblemente, y en aras de la verdad, ambas jugaron un papel determinante para que la reforma con la que Gallardón pretendía derogar la Ley del Aborto no saliera adelante.

Entonces, las mujeres que he citado ¿perdieron por ser mujeres? Obviamente no. Pero con la misma contundencia señalo que estoy segura de que a todas ellas les perjudicó su sexo. Cuando a ellos se les describía como estrategas, a ellas se las llamaba trepas. Lo que a ellos se le imputaba como avidez, en ellas fue insaciabilidad. Cuando en ellos se hablaba de ambición, ellas eran unas intrigantes. Hasta sus parejas, sus ropas y sus peinados fueron escrutados como si aquello tuviese algo que ver con sus capacidades.

Cuando parece que los techos se empiezan a romper, las normas a cambiar y la visibilidad a desplegarse, llega un penúltimo y preciso aviso. Ese aviso que nos recuerda que la construcción cultural, mollar en este asunto, no se ha invertido y la segregación vertical perdura. La actitud y la conducta no siempre se corresponden. Si la primera está más cerca del impacto y la impresión que sobre la gente tiene lo que decimos, la conducta se corresponde con nuestra forma de actuar y es más difícil de cambiar que la actitud, porque viene de muy atrás, de siglos de patriarcado pegado con cemento a la inercia social. Y desde que Dolores Ibárruri, la Pasionaria, llegara a la Secretaría General del PCE en 1942, ninguna otra ha quebrado ese cemento.

Tampoco en el clímax de la Cuarta Ola Feminista, determinante pero aun huérfana de agenda política, se ha podido plantear un debate ajeno a estereotipos de género.

No se equivoquen, no nos equivoquemos las mujeres. El tiempo, por sí solo, no ajustará nuestra posición real en los espacios de poder, prestigio y toma de decisiones, no modificará la división sexual del trabajo ni se pondrá de nuestro lado en esta economía neoliberal que defiende la mercantilización de nuestro cuerpo.

El padre de todos los muros, ese invisible, férreo y simbólico muro del poder estamos lejos de saltarlo sin pedir permiso. Porque tampoco podemos olvidarnos de las tutelas paternales que aplauden cuando las mujeres somos eficaces y eficientes para sus intereses y bajo sus paraguas pero que tratan de desconectarnos cuando esa idéntica eficiencia y eficacia se emancipa y trata de volar con autonomía. Pero de eso, si tal, hablaremos otro día.

Y mientras escribo, Puigdemont, desde Alemania, acaba de borrar a Marta Pascal de la Presidencia del PDCAT. Claro, es que esta chica osó tomar decisiones sin pedirle permiso.

Te puede interesar