Opinión

Nuestros Reyes Magos

En mi desaparecido bachillerato, aquel con dos reválidas y el Preu, teníamos una asignatura denominada Historia Sagrada. En dicha materia estudiábamos el Antiguo Testamento desde el Paraíso Terrenal hasta el nacimiento de Jesús, y aunque lo allí narrado no alcanzaba las cotas de fascinación que más tarde veríamos en la mitología griega, aquellas historias con esclavas repudiadas, platos de lentejas y plagas de Egipto, nos enseñaron desde edades bien tempranas lo de vacas gordas y vacas flacas, nos familiarizaron con los personajes bíblicos y desde entonces encontramos la mar de natural que al más joven de una familia numerosa se le conociera como al benjamín. El libro de texto, que se complementaba con un pequeño apéndice con los ornamentos litúrgicos, en donde diferenciábamos los hisopos de los acetres y los solideos de las ínfulas, concluía con la estrella que los Reyes Magos vieron en Oriente y espoleándolos hacia Belén, anunciaba los contenidos del curso próximo.


Lo allí aprendido y rentabilizado posteriormente en los estudios de Historia del Arte, tenía también una aplicación inmediata a la hora de realizar el nacimiento familiar, auténtica tarea interdisciplinar encaminada a organizar aquella aldea virtual dotada de todos los servicios de la época.


Pero ya saben lo que pasó: desaparecieron las reválidas y los distintos planes de estudio fueron soltando lastre de contenidos hasta llegar al demoledor informe PISA en el que según una lectura libre y asilvestrada del mismo y en sintonía con lo narrado, podemos deducir entre otras sonrojantes verdades, que para nuestros actuales bachilleres un benjamín es una botella de champán minimizada.


Paralelamente, la aldea global nos fue integrando a todos hasta convertirnos en paletos cosmopolitas y paradójicamente, al tiempo que hurgábamos con vehemencia en nuestras raices plantando carballos, reponiendo godello en el Ribeiro y amadrinando a los Breoganes, Xianas y Rois, introducíamos en nuestras casas algo tan extraño como el Papa Noel en detrimento del nacimiento infantil que quedó reducido, por mor del minimalismo imperante, a las tres figuras del misterio. Aunque por razones generacionales la figura del gordinflón no me resulta simpática, máxime al saber que cambió su atuendo verde original por el actual rojo-putón sobornado por una multinacional del refresco, recoconozco que el Papá Noel sólo se introdujo en aquellas casas que le franquearon sus chimeneas y que escala únicamente aquellas fachadas donde le prestan apoyo logístico.


Recuerdo ahora un viaje que a comienzos de los noventa hice por Alemania. En pleno dicembre llegamos a Colonia engalanada ya para la Navidad y nuestro desconcierto fue notable al al ver a los Reyes Magos señoreados de la ciudad: escaparates, vestíbulos, bancos, organismos oficiales y residencias privadas lucían con orgullo a los tres magos sabedores del privilegio que conlleva la excepcionalidad; mi prima viajera comentó con ironía: ’Nós alá co Papá Noel e os alemáns cos reis nosos, non che entendo nada’. La intriga se resolvió al visitar la catedral donde, según la tradición, están enterrados nuestros reyes que allí hicieron suyos.


Ya saben que los psiquiatras nos alertan sobre las depresiones que a un numeroso grupo de edad le provocan estas fechas. Somos las afectadas quienes a la hora de resolver laberintos personales y ajustar cuentas con nuestra propia historia, añorando ausencias y lamentando carencias intelectuales instalemos la feliz Navidad en los paraísos perdidos de la infancia, entonces y con ese tipo de alquimias interiores en una quimérica regresión seguiremos buscando en la noche de autos el cometa, la conjunción de planetas, el asteroide o la estrella que guió a nuestros Reyes, aquella a la que Giotto le regaló su inconfundible cola y la misma que las niñas de Ribadavia vimos a lo largo de los años cada 5 de enero, en lo alto de la Franqueirán.

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