Opinión

Las películas del Paul

ertenezco a esa generación que en la adolescencia acudía a las salas de cine a ver las películas clasificadas por géneros: las de vaqueros, de amor, de romanos, de historia sagrada, de guerra, de espías, etc. Dentro de esta larga clasificación que se fue especializando hasta introducirse en las aulas universitarias, había unas películas que, ajenas a los temas, eran definidas por un actor: las de Paul Newman.


En aquellos años de intensa afición por el séptimo arte, el encuentro con aquel artista que nos removía algo más que unas lágrimas de emoción delante de la pantalla, fue tan definitivo que el subconsciente femenino creó una nueva categoría cinematográfica: ‘las películas del Paul’, aquellas en las que el artista de homogénea belleza era creíble en todos sus registros.


Como frígido marido de una incandescente Liz, en ‘La gata sobre el tejado de zinc’, encarnando a un físico nuclear norteamericano a las órdenes de Hitchkock en ‘Cortina rasgada’ y en el papel de prisionero en la penitenciaría de Florida, atiborrado de huevos duros en La leyenda del indomable. En estas y en todas sus interpretaciones, su belleza clásica y cercana se consolidó como el referente para tres generaciones de mujeres que lo hicimos nuestro, viviendo de cerca su carrera profesional y siguiendo con admiración la insólita trayectoria de su blindado matrimonio al lado de Joanne Woodward, porque junto al atributo de su belleza que hasta los hombres más renuentes reconocían sin pudor, estaba el halo de buena persona que emanaba de su físico.


Cité a mi generación como entusiasta del cine de sus pompas y circunstancias, guardando por ello desde edades muy tempranas los programas de películas que en mi Ribadavia se repartían la mañana de los domingos en el atrio de las iglesias, y engrosando las colecciones de cromos de actores y actrices del lejano Hollywood. Dichas estampitas que nos acercaban aquellos artistas inalcanzables, fueron perfilando el ideal masculino de cada cual. Quien esto escribe se creó una trinidad laica y hermosa, que en los tiempos de confusión que vivimos, donde nos imponen un almibarado canon de belleza masculina, se erige con la fuerza de lo evidente.


Mi triángulo divino está configurado como sigue: en la base, en las esquinas del ángulo y equidistantes entre sí, tengo a William Holden y a Marlon Brando, y en la cúspide dominándolo todo con su indiscutible categoría humana, con la arrogancia de su mirada y de su sonrisa, que por ese tipo de alquimias interiores imaginábamos dirigidas desde la pantalla a cada una, está aquel rostro de belleza intemporal que marcó nuestros sueños: el Paul, el guapísimo, el nuestro.



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