Opinión

Madre Carmen, misionera

Hay miradas que manan de noche para hilvanar ese rumor de soledad que, a veces, luce silente en el vacío. Carmen Rodríguez Villar nació en septiembre de 1967, en tiempos de lluvia y de “cien años de soledad”, de besos robados y de sueños multicolores. Desde  aquel domingo 3, Dios jamás sonrió de la misma manera: aquella hija natural de Santo Tomé en tierras de Cartelle, la del corazón de barro y ternura había llegado para empapar esta tierra de bondad. Quién le iba decir a aquella niña de ojos vivos, corazón curioso y sonrisa abierta que jugaba en su pueblo que hoy -tras haber surcado el alma de 55 veranos- sería la misionera más joven de esta Diócesis de Ourense en las tierras de Camerún.

Los ojos son de quien los hace brillar, y quedarse mirando a los de Carmen es escuchar el suave susurro de Dios en la intemperie de cualquier tarde de tormenta. 

Desde muy joven, esta religiosa de las Siervas de María – hace 37 años se dejó abrazar por el carisma de Soledad Torres Acosta – sabía que su vida se escribiría con la tinta del servicio, de la entrega y de la fidelidad, especialmente a los enfermos y a los más pobres, Por ello, estudió enfermería. Dirige un hospital en la ciudad de Bamenda, en el noreste de esa convulsa tierra camerunesa. Hospital que ha recibido mucha ayuda desde la Delegación Diocesana de Misiones: dos contenedores de barco con camas, mesas de quirófano y material sanitario que el Sergas facilitó y una ambulancia que se adquirió y que es salvoconducto imprescindible en ese lugar abofeteado por un serio conflicto bélico. Desde ese hospital y junto a sus hermanas de comunidad y todo el personal sanitario que es formado allí, Madre Carmen vive y escribe sus latidos en clave de esa espiritualidad que pasa del “Amén” contemplando a Cristo Eucaristía al “amen” sin tilde de la entrega y de la comunión con el hermano enfermo olvidado y marginado. Son palabras de la Madre Carmen: “Actualmente nos llegan al hospital personas a pie recorriendo distancias inimaginables, después de haber pasado varios días a la intemperie y en la selva para salvar sus vidas, sin nada más que lo puesto”. Desde ese hospital no les quita la mirada a todos aquellos que llaman a la puerta de esa casa sanitaria de las Siervas “Santa María Soledad” despacio, en soledad, con miedo, a la espera de una atención y de una caricia que no juzgue su manera de vivir. Allí donde los derechos no ultrajan al amor, donde Dios se hace carne y se deja tocar.

Un sendero recorrido, a paso lento, con alma de “madre africana”, con la bondad latente en sus labios, en los bosques de frío y niebla donde yacen todas las lágrimas de otoño. Las mismas lágrimas que resbalaban por sus mejillas cuando tuvo que despedirse el pasado mes de agosto de su madre anciana y débil en el Asilo de Rairo, la casa de las Hermanitas de los Ancianos Desamparados donde la cuidan con mimo y dedicación. Carmen, hija y madre, siempre ahí, deshojándole la pena al triste, siempre al lado de la sensibilidad. Siempre a la espera, por si surge -al caer la tarde- el abrazo abandonado del herido o la vida recién nacida que ella acuna y agradece. 

Esta misionera con corazón camerunés hace de su vida regalada una eterna Eucaristía. Dándose, partiéndose y repartiéndose. En cuerpo y alma, tan solo por amor a ese pueblo con el que comparte dolor y esperanza. Así laten los ojos de Carmen Rodríguez, Sierva y Misionera: una mirada frágil, empapada de bondad, que nos recuerda que el amor más que un “te quiero”, es un “te cuido para siempre”. 

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