Antonio Casado
Cumbre de la desunión europea
Faltaban músicos? No. Es cierto que Galicia era un pueblo lírico, y, sorprendentemente, faltaban aún figuras musicales que orientasen sus composiciones por el terreno folclórico. Muchos intelectuales, explícitamente -Villar Ponte, Emilia Pardo Bazán o Blanco Amor-, a menudo lamentaban la ausencia de artistas compositores como en Cataluña o País Vasco. Creadores…sí, quizás escaseasen. Mas, por el contrario, había ejecutores virtuosos que encandilaban con el manejo del instrumento. Desde jóvenes interpretaban obras, con tal maestría, que la prensa enseguida los catalogaba de “niños prodigio”. Después, unos tenían una vida musical más efímera que otros. Solo, los “elegidos” hacían profesión del virtuosismo. Entre estos artistas, bien es verdad que, con reconocimiento desigual, destacaron dos maestros del violín ourensanos.
El primero era el joven violinista Leandro Ojea Pardo. Crónica Meridional que era un diario liberal, editado en Almería, informaba del éxito de un artista muy conocido en la ciudad andaluza. A pesar de que “solo algunos son profetas en su tierra”, el ourensano establecido en Andalucía causaba una gran expectación en la capital ourensana. Era un virtuoso del violín. Y, además de ser un músico, genuinamente, auriense, puesto que pertenecía a una familia de raigambre afincada a orillas del Ribeiro de Avia, se decía que la música lisonjera que emanaba de las cuerdas de su pequeño instrumento, encandilaba a los amantes de este divino arte. De ahí que, al poco de contraer matrimonio con la joven Enriqueta Cabezas Guillén, iniciase una gira -en 1895-, que comenzaba en Ourense y continuaba por Portugal. En la tournée tenía contratadas veladas tanto en Salones recreativos culturales -similares al Liceo de Ourense-, como en teatros lusitanos entre los que destacaba el de Oporto. El repertorio que había dispuesto, constaba de piezas francesas, que estaban erizadas de escollos y dificultades de ejecución. Una de ellas era la Obertura de Raymond, una composición de Thomas Ambroise - compositor galo de óperas-, que ejecutaba con corazón y fibra artística. Si bien aquella experiencia había sido un éxito, al regresar a Almería su papel se redujo, más bien, a ejercer como profesor de Música. El arte perdía a un buen intérprete, pero la enseñanza musical ganaba a un inteligente maestro.
El segundo, Antonio Fernández Bordas, solventadas sus crisis de identidad, fue otra cosa. Tomó las primeras clases de su tío maestro de capilla de la catedral de Ourense. Desde niño se convertía en el “Sarasate gallego”. A los siete años, causó tal sensación en un concierto celebrado en Pontevedra que tan solo dos años más tarde ingresaba en el Conservatorio de Música y Declamación. Y, con apenas doce primaveras, obtenía el primer premio de violín en el concurso organizado por la Escuela Nacional de Música. Ejecutaba, además de las obras de libre elección, el Andante y Final del concierto en mi menor de Mendelson. El jurado compuesto por Arrieta - “primera espada” del panorama musical-, y Sarasate -considerado “el Paganini moderno”-, le otorgaba el galardón. El primero, director del Conservatorio de Madrid y profesor de Chapí -autor de La Revoltosa- o Bretón -creador de La verbena de la Paloma-, ensalzó las aptitudes del ourensano; el segundo alabó el virtuosismo en la ejecución de la composición.
Definitivamente, ambos ourensanos, maestros del violín -cada cual, desde su trayectoria-, contribuyeron al progreso técnico del virtuosismo instrumental
Desde ese instante, siempre estuvo dirigido por figuras de talla mundial. Mancinelli mismo, en la Sociedad de conciertos de Madrid, le dio rienda suelta al novel solista para que con las filigranas de su arco sobre el Guarneri arrebatara los aplausos del público. Recién entrado, el nuevo siglo, de la mano de Monasterio que preside la sección musical del Ateneo de Madrid -sustituyendo a Pedrell-, el ourensano llega a la Vicepresidencia. “¡Lástima grande -decía un crítico musical - haberse empeñado en contrariar su aptitud, en abrir un paréntesis en su vida artística, sobreponiendo el prosaico código penal a las poéticas y admirables páginas de Vieuxtemps y Mendelson, de Beethoven y Beriot, de Sarasate Y Paganini!”. En efecto, a pesar de conquistar los escenarios en conciertos con las orquestas Filarmónica, Sinfónica y Lasalle, había hecho una pausa temporal en la carrera musical para doctorarse en la Facultad de Derecho. Fue pasante, incluso, en el bufete de Silvela. Sin embargo, tras un breve alejamiento de los escenarios, pronto, regresó para participar en recitales con músicos mundialmente conocidos. El álbum de autógrafos del Palau de la Música de Valencia es testigo de cómo su firma figura entre los instrumentistas más insignes que pasaron por la ciudad del Turia. La muerte de Monasterio dejaba vacante el cargo que él ocupaba en la Capilla Real, al tiempo que era nombrado profesor numerario del Conservatorio con un sueldo de 3000 pesetas. Lo cierto es que, desde que es designado secretario del Conservatorio, pasando por su ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, hasta que asume la dirección del Conservatorio Nacional de Madrid, al jubilarse Bretón, entra en el templo del arte musical. Se convierte en uno de los tres directores que más tiempo permaneció al frente de aquella institución de melómanos. El primer mandato le llega en la década de los veinte y la República; el segundo, tras la guerra. Definitivamente, ambos ourensanos, maestros del violín -cada cual, desde su trayectoria-, contribuyeron al progreso técnico del virtuosismo instrumental.
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