Opinión

CAMINANDO EL CAMINO: HACIA SANTIAGO DE COMPOSTELA (VIII)

Antes como ahora, el peregrino hacia Santiago de Compostela camina las escarpadas pendientes, el pedregoso sendero, bajo la lluvia, el sol, el frío, y el viento violento, imbuido, y hasta movido, por una ardiente e impulsiva idea: tocar la reliquia del Apóstol. Y admirar en la penumbra, a media luz, el suntuoso altar que acoge el sepulcro de Santiago. Las reliquias de santos dieron lugar a confrontación y competencia en la lejana Edad Media. Su posesión garantizaba un acceso al espacio celestial. A falta del cuerpo del santo, una mano, un brazo, fracciones de huesos, restos de su calzado, vestimenta, sudario, concedían legitimidad y hasta prestigio al lugar que les daba cobijo. De hecho, bajo el Santo Sepulcro, que se creía contener el cuerpo del fundador del Cristianismo, ya vacío, se imaginaron otros objetos, que se hallaron un escalón más abajo, tales como prendas de vestir, calzado, pañales. Surgieron otros que atentaban contra la mente simple de todo creyente: dientes de leche, sangre, lágrimas, el Santo Ombligo y, asombrosamente, el Santo Prepucio. Así lo afirma con rotunda ironía Alfonso de Valdés en su 'Diálogo de las cosas acaecidas en Roma': 'El prepucio de nuestro señor yo lo he visto en Roma y en Burgos, y también en nuestra señora de Anversia'.


De ahí que la posesión de una reliquia como la de Santiago le concede al lugar un prestigio ecuménico. Y lo confirma y propaga la leyenda en torno a suTraslatio. Transcrita en la 'Epístola de translatione S. Jacobi', fue reelaborada con cierta primicia en el 'Liber Sancti Jacobi'. El traslado fue obra divina dirigida por una mano sobrenatural. El cuerpo del apóstol arriba a un lejano puerto (Padrón), ubicado en el litoral gallego. El mágico viaje contó con una segunda etapa no menos mágica. En una versión fue transportado por un rayo de sol; en otra, por una esfera de fuego hasta el centro del sol (centro solis) para ser, finalmente, depositado en el lugar actual de veneración. En ese extenso viaje, terrenal y celeste, para ubicarse finalmente en un lugar considerado como el fin del mundo, el apóstol Santiago adquirió la carismática figura del gran peregrino, urbe et orbi. Ya el gran Dante Alighiere, autor de esa obra magna, 'La divina commedia', fijaba en su 'Vita Nuova' el término 'peregrini' para los que hacían el camino hacia Galicia. Santiago era el apóstol cuya sepultura se situaba en el lugar más lejano de su origen.


De hecho, el sepulcro del Apóstol ha roto la cabeza a numerosos historiadores y académicos tratando de descifrar, o mejor elucidar, el continuo peregrinaje, situándolo durante los primeros siglos del cristianismo en lugares tan dispares y alejados como Toulouse, Venecia, Córcega, Milán. Se constató finalmente que la llegada del cuerpo del Zebedeo había sido a Hispania, a un lugar llamado Bisria, situado entre los ríos Ulla y Sar. Y que fue recogido en Archaia Marmarica (tal vez 'arca marmórea') y, de esta forma, enterrado.


Tal historia se enmascara con múltiples variantes. Y tanto los eruditos modernos como los escribas de hace mil años o más se empecinan o se han empecinado en validar las variadas leyendas que han dado cuerpo a un gran mito para confirmar una realidad histórica que se abstrae consultando y tratando de descifrar un sinnúmero de burdos textos apócrifos. La creencia se afinca y se arraiga, a través de los tiempos, en la psique cultural de los pueblos. Y la presencia de unas reliquias, o la presencia de su misma ausencia, son a modo de mágico talismán que incita al peregrinaje desde cercanas o lejanas tierras. Imitan al primer peregrino (el santo Apóstol) que llegó, en la mitad de la primera centuria cristiana, al extremo del mundo, conocido como Finis Terrea.


No menos famosas, aunque sin lograr tatrascendencia, formulada a través de vagas referencias era el Arca Santa que desde Jerusalén llegó a Oviedo tras su paso por Toledo. Ya la Crónica Silense la consideró como un don divino que se le otorga al virtuoso Alfonso II el Casto, cuyo sobrenombre ya alude a unas de las virtudes más celebradas, y difícilmente mantenidas por la nobleza feudal.

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