Opinión

La negra nvoela blanca

Desde los tiempos anteriores al final de la I Guerra Mundial y por largo tiempo, lo que hoy llamamos literatura negra fue patrimonio del mundo anglosajón. Los circunspectos británicos con el referente del inolvidable Sherlock Holmes, se decantaron por el relato puramente policiaco en torno a un avispado superintendente de Scotland Yard mientras en los Estados Unidos sus escritores prefirieron otorgarle un profundo contenido social cuyo protagonista solía encarnar la ética incorruptible del perdedor con irrefrenables deseos de conocer la verdad al que sus deseos le convertían en un auténtico saco de entrenamiento al que apaleaban por igual policías, pandilleros, maridos engañados, padres desesperados, marineros de permiso, oficiales de justicia o matones a sueldo. E incluso mujeres guapísimas.

Este dominio incuestionable permaneció hasta hace relativamente poco tiempo cuando explotó con furia incontenible  la serie negra escandinava. Los ámbitos fueron desde entonces helados escenarios urbanos de mobiliario minimalista y luz mortecina en los que conviven seres tan fríos de sentimientos y tan helados de cuerpo y alma como los parajes en los que habitan. Ya no es la campiña del suroeste de Inglaterra el teatro de las operaciones sino una calle cualquiera de Copenhague, Oslo o Estocolmo triste como una noche eterna, de climatología sobrecogedora y empedrado cubierto de nieve. Los aficionados al relato de crímenes se relamen literalmente con estos cultivadores del género llegados del frío que nos empujan hacia realidades lejanas en las que habitan pasiones sobrecogedoras y hábitos inconfesables amparados en rostros a los que apenas se les mueve un músculo. Yo mismo estoy estos días con la nariz pegada a la pantalla del televisor siguiendo las evoluciones de una serie escrita y filmada a medias entre suecos y daneses llamada “El puente” a la que hasta la música de presentación hiela la sangre en las venas. Un testarudo agente de homicidios danés y una policía sueca con hábitos autistas y un pasado turbio y trágico en ambos casos dan vida a esta inquietante filmación en la que se dan cita todas las señas de identidad que han otorgado el triunfo a los escritores escandinavos. Criminales fríos, cerebrales y exquisitos,  decorados blancos como sudarios, policías que no cantan ni se enfadan ni ríen… Como Puerto Urraco más o menos.

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