Opinión

Derecho a soñar

Desde este espacio dominical, queridos lectores, yo reclamo el derecho a soñar. La vida casi siempre es dura lucha, y a veces, calma amarga. Cada amanecer uno se encuentra en un campo de batalla en el que tiene que disponerse a lidiar incluso ignorando quien va a ser el rival que surja de las sombras. Las enfermedades, el trabajo, las exigencias, el sueldo que no llega, los recibos que se acumulan y caen en goteo inexorable, los impuestos, la cesta de la compra, los compromisos… La vida es hermosa, maravillosa, la única riqueza que tiene el ser vivo, pero reconózcanlo, también es un lío morrocotudo. Es como un ovillo de lana en las garras de un felino. 

Después de un momento de juego ya es imposible encontrar la guía y empezar a tejer. Por eso, para contrarrestar lo sustantivo que, en ocasiones, como el tiempo, se presenta nuboso y frío, es preciso cerrar los ojos y buscar el sol que ilumina y dora los sueños. Y lo mejor de los sueños es el final. Pero no un final cualquiera, sino un final feliz. ¿Recuerdan ustedes como los cuentos fantásticos generalmente terminan con un beso? La explicación es muy sencilla: el beso cierra la historia porque representa la culminación del sueño, y sin dar tiempo a más, resume contundentemente: “y fueron felices y comieron perdices”: fin. Ya no hay más que contar. Ladinamente nos sitúan en el Limbo. Cuando se sigue una continuación, ya se entra en otro terreno más real y el final no es tan bonito. 

Los grandes y apasionados amores que trascendieron el beso, generalmente vararon en una práctica rocosa. Ejemplos hay en la realidad y en la ficción. Por eso me ratifico en que al menos las narraciones creadas por artistas y escritores que traten el tema sentimental, las ideen redondas y dichosas a pesar de todos los pesares por los que se tenga que pasar antes de acabar. Cuando una obra es muy buena, y hermosa, con músicas y estrellas, pero acaba mal, lloramos. Y es muy posible que esas lágrimas vertidas no sean del todo por los protagonistas, sino por nosotros mismos, ya que su final nos obliga a dejar los sueños y a posar nuevamente los pies sobre la tierra. ¡Qué pena que los anales relaten penas! Permítanme, queridos lectores, que hoy me sienta sentimental, y exprese mi deseo de que todas las vidas reales o ficticias que lo merezcan, terminen siempre con horizontes luminosos.

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