Jaime Noguerol
EL ÁNGULO INVERSO
La mirada sabia del barman
Con motivo del Día Europeo en Recuerdo de las Víctimas de los Regímenes Totalitarios celebrado el 23 de agosto, Frédéric Masquelier, alcalde del pueblo francés Saint-Raphaël, ha inaugurado el primer monumento nacional en homenaje a las más de 100 millones de víctimas del comunismo, defendiendo que la memoria no debe ser selectiva.
La memoria es un bien frágil y en tiempos en que se ha convertido en terreno de debate público, conviene recordar que su valor no radica únicamente en preservar el pasado, sino en iluminar el presente para proyectar un futuro más humano. Solo cumple su función cuando es completa. Si se fragmenta y se ofrece a medias, corre el riesgo de convertirse en una forma de injusticia. Recordar a unos y silenciar a otros no es hacer justicia a la verdad, sino prolongar el olvido que ya sufrieron en vida tantas víctimas.
Las heridas del siglo XX aún laten en nuestras sociedades. El fascismo, con su maquinaria de odio y exterminio, ha sido, con razón, objeto de una memoria vigilante. Nadie puede ni debe olvidar el horror de los campos, las persecuciones, la guerra que arrasó Europa. Sin embargo, hemos sido más renuentes a mirar de frente otra tragedia paralela: el comunismo.
Durante décadas, sus víctimas apenas ocuparon espacio en nuestra conciencia pública. Los gulags, las purgas, las hambrunas provocadas, las millones de vidas rotas por un poder que se decía liberador, han quedado demasiado tiempo en silencio. Negar ese sufrimiento o relativizarlo en nombre de simpatías ideológicas, es tan injusto como lo sería restar importancia a los crímenes del fascismo.
La memoria se hace carne en las palabras de quienes sobrevivieron
La memoria justa exige reconocer que el fascismo y el comunismo fueron dos rostros distintos de la misma negación del ser humano. Uno buscó imponer la supremacía racial, el otro la supremacía ideológica. Ambos desembocaron en la misma tragedia: millones de vidas destruidas en nombre de una utopía de hierro.
Todas las víctimas comparten una verdad común: la de haber sido privadas de su vida, su libertad o su voz por un poder que se creía absoluto y que buscaba el mismo efecto devastador: la negación de la persona.
El homenaje no puede ni debe ser selectivo. No se trata de comparar sufrimientos, ni de restar legitimidad a unas memorias frente a otras. Se trata de reconocer que todos, sin importar el signo político de su verdugo, merecen nuestra compasión y nuestro respeto. En el dolor de una madre que perdió a su hijo, no hay ideología; en el silencio de un desaparecido, no hay bandera. Hay únicamente la injusticia desnuda que reclama humanidad.
La memoria se hace carne en las palabras de quienes sobrevivieron. Primo Levi, desde Auschwitz, advirtió que “ocurrió, por consiguiente puede volver a ocurrir”. Aleksandr Solzhenitsyn, tras años en los gulags, recordó que “el límite entre el bien y el mal […] atraviesa cada corazón humano”. Y Václav Havel, perseguido por el comunismo, alertó que “el olvido de los crímenes de ayer prepara el terreno para los crímenes de mañana”. Voces distintas que reclaman memoria, compasión y justicia.
Tal vez, al recordar juntos, podamos aprender a vivir juntos. Tal vez, si reconocemos a todas las víctimas, logremos ser más libres y más justos. Porque solo una memoria compartida puede abrir el camino hacia una paz que no sea solo ausencia de guerra, sino también presencia de humanidad.
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