Opinión

Ahogados

En su danza giróvara y elíptica, una vez más la Tierra se aproxima al verano. En el hemisferio norte, por supuesto. Con el buen tiempo y las vacaciones intentaremos aprovechar, en la medida de nuestras posibilidades, el frescor de las playas marinas y fluviales, de las piscinas y los embalses, para mitigar el calor del estío que los meteorólogos vienen vaticinado desde hace semanas. Esta circunstancia, aunque no exclusivamente, incrementará el riesgo de accidentes acuáticos, y por ende, de los ahogamientos. 

Datos oficiales correspondientes al 2022 nos informan de 394 fallecimientos ocurridos en espacios acuáticos, un incremento del 50% respecto al año anterior, cuando ocurrieron 260 fatales desenlaces por dicho motivo. Habrá que extremar las precauciones entre los más vulnerables. Los ahogamientos infantiles, que deberían prevenirse en el 100% de las ocasiones, representan la segunda causa de muerte accidental entre nuestros más pequeños. Las cifras oficiales alertan sobre un centenar de menores ahogados en el último lustro: 4 de cada 5 casos carecían de vigilancia durante estos accidentes. Bañarse, nadar y jugar en el agua resulta muy divertido, pero entraña algunos peligros. Para evitarlo, recordamos las ingeniosas propuestas de un ingeniero español, Antonio Ibáñez del Alba, el inventor del agua flotante, que evitaría el hundimiento del bañista en la misma, y por tanto, su ahogamiento. 

La trayectoria de este genial gaditano le ha llevado a trabajar en múltiples proyectos, desde un palmeral artificial en el desierto de Libia, capaz de crear una microclima bonancible, pasando por la transmisión de ondas cerebrales, autopistas submarinas y medidas de protección contra la piratería, hasta aumentar la densidad del agua de una piscina mediante productos naturales, sin sal. En la práctica vendría a ser como flotar sobre las aguas del Mar Muerto, sin exponerse a los efectos de su extrema salinización. Desconocemos el coste de tan ingeniosa propuesta, solamente válida para piscinas y estanques acotados, pero incapaz de evitar los ahogamientos en océanos, mares y ríos. 

Escribimos estas líneas sobrecogidos por las tragedias acontecidas recientemente en las costas griegas del Mediterráneo y en las vastas zonas anegadas por la rotura de la presa de Kajovka, en la frontera entre Ucrania y Rusia, una estructura de 30 metros de alto construida para embalsar las aguas del caudaloso río Dniéper. Cuando los proyectiles bélicos impactaron en el dique, su estructura se resquebrajó posibilitando una descomunal riada que se la llevado por delante vidas humanas y propiedades. Días después de la catástrofe, los rescatadores continúan encontrándose los cadáveres de prójimos ahogados en sus propias casas, la mayoría personas mayores o discapacitadas que no pudieron escapar de la furia del agua. Cerca de la pequeña ciudad costera de Pilos, en el Peloponeso, cientos de inmigrantes se ahogaron en las aguas del Mar Jónico. En las bodegas de un buque atestado de refugiados en la procura de un vida mejor, decenas de madres se ahogaron abrazadas a sus hijos, en una de las mayores tragedias migratorias en la fronteras europeas. Y es que la muerte por ahogamiento es extremadamente angustiosa; y cruel.

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