Opinión

Papel higiénico

Nada mejor que el verano para tumbarse a la sombra de una sombrilla, aun de encaje y seda, como rezaba la mazurca de Luisa Fernanda; zarzuela plagada de deliciosos momentos musicales, como ese mismo, penosamente asociado con un anuncio de ensaladilla del que, con suerte, ya nadie se acuerda, aunque lejos todavía de la infausta simbiosis perpetrada entre el “incarnatus” de la misa en do menor de Mozart y una conocida marca de celulosa.

Ciertamente, poco acertó el refranero este año con eso de “en tiempo de verano, el capote con su amo”. Las temperaturas disfrutadas -es un decir- hasta el momento, invitan a pasear solo de madrugada y ataviados más bien con pareo; esa prenda procedente de Tahití, al igual que la palabra que la designa, utilizada allí para cubrir el cuerpo tanto de hombres como de mujeres y popularizada hasta la náusea en playas de todo el mundo.

Curioso lo poco que ver, al menos inicialmente, con el verbo latino “pareo” (= “aparecer”); de cuyo participio presente, añadiéndole el prefijo “trans-“ (= “a través de”) surge la palabra transparente; lo que, en efecto, tiene ya algo más que ver con un pareo, si consideramos al menos la ligera cualidad de la tela con la que se suele confeccionar, dado el propósito de ese atavío, esto es, cubrir sin abrigar.

Si el verano es tiempo de pareo, de transparencia debiera serlo todo el año; o eso dicen las numerosas normativas ad hoc, de la europea a la local, pasando por la nacional y la autonómica. Pero la transparencia parece haberse convertido en un Santo Grial, ese mítico cáliz donde, según la leyenda, tras usarlo en la última cena, fue recogida la sangre de Cristo en la cruz, y que todo el mundo busca, pero nadie encuentra (aunque hay quien lo sitúa en O Cebreiro).

De hecho, la obligación de transparencia para los poderes públicos se construye mediante el equivalente derecho de información que corresponde a la ciudadanía, desde dos vertientes: una, imponiendo un deber proactivo a las administraciones para comunicar todo tipo de información relevante sobre sus actividades y las de sus cargos; y otra, haciendo recaer en la propia ciudadanía el impulso para ejercer tal derecho. Cuestión de higiene democrática.

La primera manifestación cristaliza en los denominados “portales de transparencia”, que proliferan en todas las webs de organismos públicos, como los pareos en verano o las setas en otoño; pero cuyo rango de idoneidad en relación con el mandato normativo es tan variado como irregular, según puede advertir cualquiera que lea esta misma columna en su formato digital, accediendo y comparando con su propio navegador.

De ahí que el escaparate más o menos ilustrativo que ofrezca cada portal de transparencia deba completarse, en ocasiones, con una actitud más beligerante de la ciudadanía, ejerciendo su derecho a obtener información, siempre a salvo la eventual tensión con su némesis, la normativa sobre protección de datos personales; todo lo cual requiere la participación en estas tareas de un personal técnico adecuadamente formado al efecto.

Sólo quien nada tiene que ocultar puede permitirse el lujo de la transparencia. Pero ese lujo, por ley, en lo que se refiere a los servicios públicos, implica en realidad una obligación, que tiene su correlativo en un derecho de la ciudadanía. La transparencia cumple una higiénica función democrática, lejos de ese papel cuyo mismo uso a veces le pretenden dar. Ése que anunciaban con música de Mozart. Ese mismo papel.

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