Opinión

Conmemoración

A mitad de trayecto entre los comicios y la onomástica, recién celebramos el día de la Constitución para encontrarnos una fórmula que, luego de casi cuarenta años después de sometida a referendo, se encuentra bastante maltrecha, dejando claro que cuando se concibió no se valoraron toda una serie de escenarios que décadas después son posibles, y que hacen que la Carta Magna no sólo esté desfasada sino que a duras penas consiga dar respuesta a todos los españoles.

Conviene hacer especial hincapié en cuestiones como el derecho al trabajo y la vivienda, por citar algunas, que figuran como simple declaración de buenas intenciones, sin que nadie haya caído en la cuenta que en su desarrollo, calcado de la legislación vigente durante la dictadura, aquel ciudadano que no accede al pleno empleo, aún por encima incumple el código constitucional.

Pero la laguna legislativa va mucho más allá que dos ámbitos sociales como la ocupación y el techo, involucrando directamente a la voluntad popular, y por lo tanto a la legitimidad para gobernar, penalizando a aquellos votantes que no están de acuerdo con las propuestas de las distintas fuerzas políticas que, no sintiéndose representado en este panorama, queda condenado a la usurpación de su voto.

Se menciona esto porque al ciudadano se le priva de su derecho a disentir, teniendo que tragar con la rueda de molino de transigir con alguno de los partidos del panorama electoral para considerarse representado, o a regalar su voto a quien menos le interese.

Sucede esto porque nadie ha querido meter mano a la ley electoral, desde el momento en que, aún actuado de espaldas al elector, conviene a todos los partidos al cobrar 36.000 euros por escaño y 1,50 euros por voto, apropiándose de aquellos que se emiten en blanco por no responder a la expectativa del ciudadano, robando legitimidad al electorado.

El voto en blanco debería representar escaños vacíos en el Congreso de los Diputados y en el Senado, para escarnio de los partidos cuyas propuestas no satisfacen a nadie, obligándose a tomar buena nota y ser más diligentes en posteriores convocatorias.

Apropiarse del voto disidente es el mayor ataque a la democracia, equivale a secuestrar las urnas, ya que ahoga la opinión de muchos ciudadanos, haciendo aprovechamiento perverso de su decisión en contra de su voluntad.

Vivimos en un tiempo confuso en el que es fácil errar. ¿Hasta qué punto Ciudadanos es el PP y Podemos el PSOE? O cualquiera de ambos el ala dura del respectivo partido. O en qué punto están en sintonía o antagonía como para prestarse a pactos postelectorales, que nunca han sido refrendado por los electores sino sólo por el interés de los candidatos.

En este río revuelto que son las campañas electorales siempre hay indecisos, en esta ocasión más de lo habitual si cabe, que están tan de acuerdo con todos como con ninguno, y ya va siendo hora de que la ley ampare su voluntad. Ahora sólo falta el compromiso de los aspirantes a la Moncloa a modificar el marco de actuación, revisando la ley electoral y aprobando una normativa que penalice al político —como a otro ciudadano cualquiera—, por sus omisiones, irresponsabilidades, o por daños a la cosa pública. Esa es la mayor muestra de salud de la que puede gozar cualquier democracia.

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