Opinión

El chivo expiatorio

Por enésima vez, el gobierno de turno ha puesto sobre la mesa una nueva reforma que, a poco que los Presupuestos Generales del Estado se lo permitan, pretende hacer añicos a los docentes de este país.

Nada nuevo, simples estrategias para señalar a un culpable que distraiga la atención sobre el verdadero responsable del funcionamiento de la educación que, para el caso que nos ocupa, es la famosa Ley Celáa, cuyo único mérito y esfuerzo consistió en derogar la aprobada por el Ejecutivo anterior.

Invocando como es habitual a la vaca sagrada de la competitividad, el legislador busca una norma doctrinal, partidista y sesgada, que en lugar de buscar ciudadanos más formados y libres, apenas persigue conseguir una masa de borregos -cuanto más necios y maleables posible mejor-, para eternizarse sin escrúpulo en la poltrona. La mecánica es la de siempre, culpando del mal funcionamiento de Educación al cuerpo docente que, negándose a ser sumiso al proyecto a las veleidades del Ministerio, embrutecen a los estudiantes.

Pero la realidad subyacente estriba en la incompetencia del Gobierno para entender ciertas cuestiones que son esenciales para que una ley educativa funcione de verdad, que se basa en dos principios elementales. Por un lado, para que se pueda valorar su eficiencia debe implementarse a largo plazo, es decir, que además de eficaz debe tener visión de futuro, evitando que se malogre en la siguiente legislación. Por otro, y precisamente para asegurar su continuidad, una legislación así debe contemplar el beneficio general de todos los actores involucrados en tan singular escenario, por lo que debe necesariamente surgir del ámbito de la comunidad educativa, docentes, sindicatos, asociaciones estudiantiles y de progenitores, marginando lo más posible a las formaciones políticas que, en última instancia, deben ser facilitadores pero no interventoras, poniendo todos los medios y buena voluntad para lograr un consenso que satisfaga a toda la sociedad.

Pero las 24 propuestas para la reforma de la profesión docente que propone el Gobierno a las comunidades autónomas, giran en torno a los manidos derroteros de su hipotética falta de preparación, invocando la necesidad de una experiencia que al mismo tiempo le niegan desde a los más recientes hasta a los más veteranos.

De ese modo, se plantea un examen de acceso para el grado de Magisterio, como si para ser maestro de infantil y primaria no se hiciera la prueba de selectividad. En cuanto al resto de la ESO y bachillerato, hace ya años que se sustituyó el Certificado de Capacitación Pedagógica por el Máster obligatorio. Ahora el Ejecutivo pretende que para acceder a la maestría sea esencial también superar otra prueba selectiva innecesaria y absurda. Si el Gobierno considera que los contenidos de la capacitación no son los idóneos, en lugar de pruebas, lo que tendrá que hacer es revisarlos.

Lo más sangrante es la evaluación de los docentes -que será a cargo de libres designados con carné del partido-, ofreciendo la hipótesis de ventajas salariales, como si no existiera la formación continua del profesorado y la obligación de cumplir una cuota de horas para los sexenios. Es decir, que no sólo no han inventado nada sino que, como siempre, demonizan al docente.

Para que un país funciones hay que invertir en Educación. Un patrimonio que debe nutrirse de la mayor cantidad posible de efectivos, medios didácticos, tecnológicos y, por supuesto, de un sistema de becas y ayudas que no excluya a nadie. Sólo así es como una nación crece y prospera. Un maestro es un faro en la oscuridad que exhorta la ignorancia, estimula la curiosidad, el conocimiento y la sabiduría. Lo que hoy dan a sus estudiantes, mañana lo revertirán ellos a la sociedad.

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