Opinión

Las dos Españas

Confesaba Adolf Hitler que, merced a una combinación de ejercicio electoral, extorsión, violencia y la lectura de la obra de Karl Marx, logró el encumbramiento en el poder del partido Nacional Socialista en Alemania, formación cuyo germen estuvo en el movimiento sindicalista. Lo que continuó a partir de ahí es por todos conocido: la invasión y anexión de territorios ajenos, la imposición de su ideología a todos los ciudadanos, la represión contra los disidentes, y la instalación de campos de concentración y exterminio en los que, recluidos en condiciones infrahumanas, millones de personas fueron aniquiladas por su identidad cultural, política o sexual.

Pese a que el fascismo constituye un movimiento político de carácter totalitario que se desarrolló en Italia en la primera mitad del siglo XX, caracterizado por el corporativismo y la exaltación nacionalista, por su actitud totalitaria y antidemocrática, pese a su identificación socialista, el régimen del III Reich fue también calificado como tal. 

La Unión Soviética llevó a cabo un proceso de invasión y anexión de territorios ajenos, la imposición de su ideología a todos los ciudadanos, la represión contra los disidentes y, desde 1930 a 1960, estableció un sistema penal de campos de trabajo forzado, donde se estima que fueron aniquilados más de cinco millones de personas, la mayoría por su identidad cultural, política o sexual. A este perverso sistema se suma 1.200.000 ejecuciones judiciales por cargos políticos, más los 23.000.000 de personas exterminadas por Stalin, a las que hay que sumar los 3.000.000 responsabilidad de Lenin, sin contar con los muertos en la guerra civil de 1917 en Rusia.

Es decir, que la Unión Soviética reúne todos e idénticos requisitos que la Alemania nazi, para ser calificada como fascista, aunque de manera inexplicable nunca se le haya puesto tal etiqueta pese a la Resolución del Parlamento Europeo condenando los crímenes cometidos por los regímenes nazi y comunista en el siglo XX. Según destacados politólogos como Vicenç Navarro, catedrático de Ciencias Políticas y Políticas Públicas de la Universitat Pompeu Fabra, o el influyente Juan Linz, de la Universidad de Yale, maestro de mayoría de profesores de Ciencias Políticas más conocidos en España, el franquismo no fue un régimen fascista sino autoritario, al igual que el de Salazar en Portugal, es decir, una dictadura a secas, sin más, a semejanza del modelo de dictadura más común en Hispanoamérica donde jamás se habló de fascismo. Por eso la Audiencia de Zaragoza rechazó investigar crímenes franquistas porque “la verdad histórica no forma parte del proceso penal”, mientras el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, una y otra vez, rechaza investigar los crímenes de franquismo.

El peor de los tragos lo llevó Pedro Sánchez quien, tras su investidura, con toda pompa, boato y la concentración de medios de comunicación, desenterró y trasladó los restos de Franco, descubriendo que ese era tema que, refanfinflándosela a la mayoría de los ciudadanos, apenas le importó a un puñado de románticos transnochados, insuficientes como para poder seguir sacándole rendimiento político a Franco o al franquismo, y enterrando para siempre el término “franquista” como arma arrojadiza contra sus oponentes.

Después de 40 años de convivencia pacífica, la extrema izquierda se ha empeñado en enfrentar a los españoles, sustituyendo el calificativo de franquista por el de fascista -prueba de ello son los resultados del 23J-, que para ellos, que rechazan el pluralismo político, son todos los que no tiene bajo su bota, da igual neoliberales, liberales o conservadores. Llegados a este punto está claro qué y quién es un fascista: el que busca imponerse a todos, recurriendo a una constituyente si es necesario para no tener que respetar la Constitución. El problema de la ciudadanía, más que indefensa ante la propaganda, es que la han llevado a no distinguir la política del marketing político.

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