Opinión

Multiverso

El 20 de julio de 1939, Pere Gomis -propietario de un colmado en el Paseo de Gracia, en Barcelona-, con el fin de sufragar el éxodo a Francia, entregaba a su hijo Jordi las alianzas que durante décadas habían llevado él y su esposa, junto con los pendientes de oro de la abuela y las pocas pesetas que consiguió reunir. Partidario de la paz, Jordi fue llamado a filas por el ejército republicano en leva forzosa. De rehuir su destino acabaría fusilado por deserción, y por rojo si se pasaba al bando sublevado. ¿Su ideología? La supervivencia.

Enrolado en el Ejército del Este, permaneció destacado en el Frente del Segre hasta la retirada a la divisoria francesa. Pero con el paso fronterizo galo cerrado optó por exiliarse a Italia. Para ello viajó junto a otros 60 refugiados en una chalana destartalada, con capacidad insuficiente para transportar a más de 20 personas. En medio del Mediterráneo -sin víveres ni prácticamente agua-, entre sus heces, orines y vómitos, arribó a Córcega con sólo la mitad de sus escasos bienes. Ahí lo secuestró una banda de facinerosos que, pese a reclamar un rescate a sus padres, no dudaron el ponerlo a subasta, humillado y vencido, en uno de los 10 puntos de venta de esclavos de la isla. 400 liras fue lo que pagó por él un terrateniente para quien trabajó de sol a sol, por apenas una escudilla de sopa diaria, hasta que logró eludir el cautiverio en una gabarra no mucho más sólida que cubría la distancia entre la costa corsa a la napolitana. Mas avanzada la travesía la embarcación zozobró. La mitad de los expatriados murieron ahogados mientras el resto, él incluido, tras ser rescatados del naufragio, fueron devueltos a Córcega por un buque de la marina italiana, a repetir suerte como esclavos. ¡Un momento, un momento! Recapitulemos: ¿en 1939, es decir, en el siglo XX, esclavitud? Sí, objetivamente habría que reconocer que el relato anterior muestra evidentes signos de ficción porque, ¿acaso no fue abolida la esclavitud una centuria antes?

Cambiando de tercio, dentro del contexto de la Primavera Árabe, Francia y los países de la OTAN intervinieran en la Revuelta de 17 de Febrero, más conocida por la Revolución o guerra civil libia. Tras derrocar a Muamar el Gadafi, la Fuerza Multinacional deja el país en manos del Consejo Nacional de Transición -más tarde el Congreso General de la Nación-, y la doble soberanía del mando del ejército autóctono, reclamando su parcela de poder, además de las zonas ocupadas por la guerrilla yihadista. Y una vez “liberada” la República de Libia, de la misma manera que llegaron, las fuerzas europeas se fueron, dejando tras de sí un país destrozado y el caos, eso sí, luego de haberse asegurado el expolio de toda riqueza disponible, incluyendo los recursos energéticos. Lo que a partir de ahí les sucediera a los libios, era problema suyo y de su primavera árabe.

Y así es como el 24 de julio, 150 personas morían en el naufragio más mortífero de 2019 en el Mediterráneo, y como otros tantos supervivientes, rescatados por pescadores locales, eran devueltos por la guardia costera a la costa libia, un grupo de facinerosos a sueldo de los señores de la guerra que trafican con seres humanos. Es cierto que no es en Francia, Córcega ni el siglo XX sino en el XXI. En Trípoli, donde Ayodeji N'gué -un expatriado subsahariano en busca de pan-, es entregado de nuevo a su esclavista por 400 euros, como premio a sobrevivir al reciente naufragio. Claro que podemos rasgarnos las vestiduras y hacernos de cruces ante la evidencia del tráfico y explotación humana, denunciado por distintas periodistas y ONG, mientras disfrutamos cómodamente de una caña de cerveza en el bar de al lado.

Ante el dolor de conciencia merece la pena recordar el pensamiento del historiador francés Fernand Braudel. El humanismo es una manera de tener confianza, de querer que los hombres se muestren mutuamente fraternales y que las civilizaciones, cada una y al unísono, se salven y nos salven. Es aceptar, desear que las puertas del presente se abran ampliamente sobre el porvenir, por encima de las quiebras, decadencias y catástrofes que predicen oscuros profetas. El presente no sabría ser esa línea de interrupción que todos los siglos, cargados de eternas tragedias, ven ante sí como un obstáculo, pero que la esperanza de los hombres, desde que existen hombres, no cesa de franquear.

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