Opinión

PUNTUALIDAD

Desde muy pequeño me han maravillado los relojes y la puntualidad, y de esas dos querencias podrían dar buena fe quienes me conocen. No en vano en cuanto puedo siempre echo un vistazo a la muñeca de mi interlocutor, tratando de adivinar qué reloj se esconde bajo el puño de su camisa y qué historia cuenta el tictac de sus manecillas. Hay relojes de vestir, relojes de deportista, relojes de quienes no conceden mayor importancia a los relojes... Y todos me asombran porque no deja de parecerme increíble que unas máquinas tan diminutas puedan contar el tiempo con tal perfección y decir tanto de sus dueños.


Claro que los relojes sirven de muy poco si caen en las manos o, por mejor decir, en las muñecas de quienes no practican la puntualidad. Y esa es, como les decía antes, un virtud que me asombra tanto como los relojes. Aunque también sea, y de más está decirlo, una de las menos practicadas en un país donde se suele quedar 'a eso de las cinco', 'sobre las seis y media' o 'a partir de las ocho', como si el tiempo fuese por estos lares más relativo de lo que proponía Einstein y más elástico que una goma de mascar. Y, así, las cinco acaban siendo las cinco y cuarto, las seis y media van camino de las siete y a partir de las ocho están las nueve y las diez...


En la impuntualidad, cuando es pertinaz, hay algo, o eso creo, de desprecio por el tiempo ajeno. Hasta tal punto que, como escuché una vez, el impuntual es un ladrón del tiempo y, en justicia, merecería la misma consideración que el ratero que quiere robarnos la cartera o el reloj. A fin de cuentas, el impuntual se adueña de lo que no es suyo y dispone a capricho de nuestras horas, demorándose más allá de lo entendible. Y si bien es cierto que todos hemos sido impuntuales -¿quién no?-, también lo es que algunos han hecho de ello un hábito y mueven a la desesperación durante la espera.


Por eso bien está el ser puntuales. Aunque no sea tanto como Immanuel Kant, el filósofo prusiano del que se dice que cada tarde, a las cinco, salía a dar un paseo y que era tan puntual que, al verlo, sus vecinos aprovechaban para poner sus relojes en hora y darles cuerda. Bien está, como digo , el ser puntuales aunque sin llegar a ese extremo. Conformémonos simplemente con prestarle un poco más de atención al reloj y con que no nos importe llegar a los sitios cuando todavía no haya nadie para apreciar nuestra puntualidad.

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