Jaime Noguerol
EL ÁNGULO INVERSO
La mirada sabia del barman
Parece que no iba a llegar, pero llegó. Durante años a los hijos les enseñamos a andar, a decir por favor, a no correr en casa. Les acompañamos en los deberes, las excursiones, los primeros disgustos. Les curamos los rasguños con tiritas y el alma con abrazos. Y, de pronto, llega la PAU, algo más que un examen, una frontera silenciosa entre la infancia larga y la vida adulta que empieza a asomar. Ellos están nerviosos, claro. Se juegan notas, carreras, decisiones importantes, pero nosotros también sentimos ese vértigo.
Llevas meses acompañándolos. A veces, solo desde la puerta del cuarto con un “¿cómo vas?”
Se confunde el que piense que esta prueba es algo que afecta sólo a sus hijos, y que sólo va de memorizar datos, raíces cuadradas o estructuras sintácticas. ¡Qué ingenuidad! La PAU no va de conocimientos, va de contención, de saber callar cuando solo quieres gritar, de no proyectar tus propios miedos en su futuro incierto. Va de acompañar sin invadir, de creer en ellos, incluso cuando a ellos les cuesta.
Empieza con semanas previas marcadas por el caos. La casa se convierte en un campamento base lleno de apuntes, bolígrafos y silencios densos. La tensión se corta con cuchillo. El adolescente, que ya es una criatura de extremos emocionales por naturaleza, se multiplica por diez. Y tú (sobre todo la madre) estás ahí, aguantando. Si hablas, molestas. Si no hablas, te acusan de pasar de todo. Es un juego de equilibrios sutil: el arte de estar sin pesar, de apoyar sin empujar.
Estamos ante un evento de alto voltaje emocional que convierte a los protagonistas principales en seres más imprevisible que una tormenta eléctrica y tú, que solo quieres ayudar, terminas desplazándote por la casa como un ninja emocional, sin hacer ruido, sin encender luces, sin respirar fuerte.
Llevas meses acompañándolos. A veces, solo desde la puerta del cuarto con un “¿cómo vas?”. Otras, recordándoles que descansen los ojos de vez en cuando. Nos toca practicar la paciencia en su forma más pura. Porque hay días que se cierran como una almeja, otros que explotan por cualquier cosa, y también esos otros en los que están dulces como cuando tenían ocho años.
Y llega el día del examen. Te levantas antes que ellos. Revisas mentalmente si llevan el DNI, el bolígrafo azul, la calculadora. Les haces el desayuno con el mimo de quien prepara una ofrenda sagrada. No puedes mostrar tus nervios, así que respiras hondo y dices con la mejor de tus sonrisas, mientras les abrazas o les pones la mano sobre el hombro, estoy contigo, tranquilo que todo va a ir bien.
Y luego viene la espera. Las horas del examen eternas. Ni Netflix, ni libro, ni paseo. El alma está en vilo, el WhatsApp silenciado y la mente imaginando todas las posibles catástrofes (se equivocaría de pregunta, se quedaría en blanco). Pero no. Al llegar a casa dice algo así como “bien, creo” y tú respiras. Pero no llega el descanso, ahora toca la peor parte, la angustia sorda de la espera por las notas.
Y cuando por fin salen estas y consiguen entrar en la carrera que eligen, lo celebras por dentro como si te hubieran dado el Nobel de la Paz. Pero por fuera, finges normalidad, aunque sabes que llega un nuevo tipo de angustia: la del “ya no está en casa”.
Vivir la PAU de una hija (en mi caso), es darse cuenta de que está creciendo... y nosotros también. Que no solo es su examen, es también el nuestro. Y que, aunque no nos pongan nota, lo importante es pasar esta prueba con amor y la certeza de que hicimos lo que teníamos que hacer: estar a su lado.
Contenido patrocinado
También te puede interesar
Jaime Noguerol
EL ÁNGULO INVERSO
La mirada sabia del barman
Miguel Anxo Bastos
Extremadura: la clave está a la izquierda
Sergio Otamendi
CRÓNICA INTERNACIONAL
Dos éxitos o dos fracasos
Chito Rivas
PINGAS DE ORBALLO
As esperas teñen idade?
Lo último
ESQUELAS DE OURENSE
Las esquelas de este domingo, 21 de diciembre, en Ourense
EN CONFIANZA
Carlota Cao, doble premio por su joyería artística