Opinión

Bucólica de urracas y perro

Los árboles de mis manzanas reinetas se van poniendo galanos con sus flores diminutas, rosas y apretadas, mientras el peral de invierno se pone miles de floripondios blancos y más que árbol parece una novia que se viste para el pájaro carpintero que, quieras que no quieras, le está echando los tejos.

Porque un día vino el sol inesperado y sacó la nariz y luego el codo y más tarde su tripa redonda y su calorcillo inmaculado. Y se calentó el aire, la tierra en la que se escondía la sabia, las pinzas de las tijeretas, las alas rojas de las mariquitas de puntos negros adornadas y salieron de la tierra los alborotadores grillos y pusieron cien mensajes con los teletipos de sus chicharras para avisar de que ya está aquí la vida perenne y que el invierno se ha muerto, definitivo, detrás del horizonte, allí a lo lejos.

Los otros árboles se van poniendo verdes de envidia y eso les produce pequeñas erupciones, pequeños granos y cuando de repente me vuelvo, les sorprendo y ya enseñan su enfermedad enamorada, esa que llena el aire de olores vivos que se expanden y se mezclan con los ladridos de mi perro enorme y de color canela. Es un Golden tan familiar y tan majo que está convencido de que las pegas que le ventilan la comida que le pongo, son su otra familia. Le riño porque se deja vacilar de las blanquinegras aves y entonces les da dos empujones livianos, que yo creo que más que nada son dos besuqueos, y me mira con sus miopes ojazos, pidiendo mil disculpas, y yo le perdono que sea tan calzonazos y mientras me rio a carcajadas, vuelvo a quererlo. 

Ahora es tiempo de cortar o haber cortado la leña para calentarse en invierno. Aún las motosierras carraspean y gargajean no tan lejos. Después pasan los tractores, las carrocetas o los camiones y llevan ya difuntos, apilados, ya cortados, los palitroques. Y al pasar, los vecinos, me saludan desde sus cabinas y seguro que me sonríen, aunque no los veo porque llevan la risa tapada por los barbuquejos. Esta gente es de una bondad natural, de una cordialidad esencial, de un natural esmero en tratar a quienes vivimos con ellos. Mientras escribo este artículo entrecortado de pequeñas palpitaciones, escucho el jolgorio que montan en mi patio un mogollón de gorriones viejos.

Y vuelve a llover y me gusta tanto que voy y me presumo un creído cantautor que escribe dos mil ripios, tres corcheas, y cuatrocientos versos. Pero he de reconocer que ver llover como llueve en esta tierra, es un espectáculo siempre nuevo. Primero llueve manso, haciendo sonar las pisadas temblorosas del aire sobre los tejados de losas, todos negros. Cuando menos lo esperas se pone a acuchillar desesperada las piedras y los helechos. Y después va abriendo, naturaleza loca, un sinfín de regatos que emborrachan de agua fría esta tierra galaica de mica, feldespatos y tiernos besos.

Por cierto… que aún no lo he dicho; los córvidos son unos tipos altaneros. Mientras los pájaros están desapareciendo, se multiplican las especies oportunistas, las urracas y los cuervos. Sólo hay que verlos paseando con su pachorra o subidos a mis castaños, chasqueando sus invisibles dedos.

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