Opinión

Crimen en el convento

Fray Dominico y el hermano tornero preparaban algo horrible. A veces, pensaba el hermano portero, no hace falta que te digan nada pues se percibe en el aire lo que aún no ha sucedido. Un clima denso con goterones invade el claustro y avanza golpeando las arcadas de cada corredor. Sólo era preciso fijarse en cómo las caras de los frailes eran, aparte de pálidas y enjutas, también cadavéricas e intrigantes. 

Tiburcio era el nombre del portero, aunque los monjes le denominaban como Converso o el hermano converso. A él el desprecio que creía adivinar en sus miradas le fue reafirmando más y más en una personalidad taimada, pícara y disimulada. A todos les constaba que tenía otro oficio, aparte del cerrar y abrir las puertas y recibir con su risa falsa a los visitantes importantes, es decir a los donantes del cenobio. Su verdadero oficio era el de ser el chivato del prior. La comunidad lo sabía y a ser posible, que no siempre lo era, se precavían y no dejaban llegar a sus oídos lo que, de alguna manera, ya había llegado a sus ojos.

Esta vez se vengaría. Sólo tenía que atar cabos: una palabra de este, una risita del otro, un codazo…era más que evidente la conspiración. El ábside era un sitio estupendo para vigilar. Aquella salida posterior del altar mayor hacia las celdas le permitía hacer un exhaustivo control de las idas y venidas de unos y otros. Al llegar a su aposento quiso acariciar a su gato Hipólito, precioso, barrigón, y amigo de las lentejas con arroz que en aquella época cenaban en el refectorio los martes y los miércoles y… puede que los lunes, jueves y viernes. El montón de platos devueltos a la cocina por aburrimiento total y desesperación culinaria, eran el sostén de semejante menino. Pero no estaba. Lo que más golpeaba sus sienes, ahora mismo, era lo último que había logrado oír a los tres oblatos:     

“…Y cuando nos levantamos lo vimos, ahí estaba en la oquedad del jardín, aquella que forman los sicomoros, bien espatarrado y en pelota. Un crimen, pensamos, un verdadero asesinato que han perpetrado los monjes”. “Nos preguntaron, pero nosotros, a sabiendas del delito, mantuvimos y mantendremos el silencio más absoluto. Un caso así podría significar la expulsión del centro”.

El prior y el sochantre estaban encantados: riquísimo hermano. Muy rico. Los frailes les habían invitado a participar de un estofado de conejo que habían recibido de una familia caritativa de la ciudad. Y… que estaba para chuparse los dedos. No pareció el mejor momento para dar su chivatazo. Mejor… él mismo, Tiburcio, llamaría a los guardias. Tomó nervioso el teléfono rojo de góndola y con voz sibilina les avisó: “¡Un crimen en el convento!”. 

“Un crimen” dijo el guardia civil. ¡Tomen posiciones! El susto fue morrocotudo y al fin el prior, entre vómitos y arcadas, llegó con el cabo de tricornio acharolado, a una conclusión nada forense: esa época de estrechez económica, de postres de dos galletas María mojadas en agua, de meriendas de “cangilón”, los frailes le habían echado el ojo. Y claro… después también le echaron el guante, y con nocturnidad y alevosía le quitaron su gabardina y lo colgaron al raso. ¡Pobre Hipólito! Dicen que cuando la gata Gnoma le llama de manera lastimera, en las noches de luna llena, aquel gato ya invisible y transparente se estira, gruñe largo, da dos alaridos y un bufido, muy enfadado con el clero regular.

Te puede interesar