Opinión

El fraile morisco (I)

Aquellas tierras pedregosas se iban sosteniendo gracias a aquella vegetación de carrascos, hiniestas, chopos blancos. Los caminos no eran fáciles, pero los hacían mejores aquellas panzudas vacas que arrastraban sus viejos carros, de los que colgaban útiles de labranza.

Fray Nasir miraba con recelo al viejo clérigo. La verdad es que éste no se lo merecía pues era un hombre bueno. Claro que su origen de cristiano viejo le provocaba desconfianza o al menos cierta aprensión.  Aquel año del Señor de 1617 habían vivido historias terribles. A veces eran sólo dimes y diretes, pero iban creando en el ambiente cierta desconfianza mutua.

Nasir se había criado como un converso a la fuerza. La toma de Granada hacía no tanto, había provocado ese tipo de relaciones humanas. Ellos, los llamados moriscos, se habían sentido burlados pues los reyes cristianos, no siempre parecían respetar aquellas capitulaciones en las que prometían libertad de culto para los creyentes en el islam.

Gabilondo el clérigo, mientras caminaban lo iba culturizando en el pensamiento cristiano. No desaprovechaba ocasión para hablarle de las Cuaresmas o las Pascuas. Tampoco del perdón de los pecados y de cómo habría de expresarse en las predicaciones para que el pueblo humilde le entendiese y no le malinterpretase. Teóricamente eran dos clérigos. El viejo un canónigo regular y el joven un aprendiz de fraile al que habían enviado desde el monasterio de Melón para que les echase una mano.

El frío apretaba y el frailuco casi descalzo había embutido unos calcetines de lana que le había regalado aquella muchacha a la que conoció en la última posada. El viejo martirizado por unos callos odiosos, caminaba casi cojo, con aquellas botas de cuero, apoyándose más en el pie derecho. 

Racheaba el viento y en ocasiones se hacía insoportable por la fuerza con la que les golpeaba las caras. Iba cayendo la tarde y aún se encontraban lejos. En ese caso suponían que les atenderían en la Tabazoá de Edroso. Se paró un poco el viento como para tomar aire y comenzó a llover de esa manera que es habitual en los inviernos de las tierras de Viana. Comienza con un repiqueteo típico del tambor y después, de repente, se echa encima como una viaja lujuriosa. 

Al poco se habrían puesto como pitos si el canónigo, que se las sabía todas, no le hubiese impelido a meterse bajo aquel pino pinaster que les vino tan a propósito. En el Riveiro el clima es diferente, dijo el joven aprendiz de monje, y debe ser porque hasta allí llega el olor a mar que nos viene rodando desde el puerto de Vigo.

Después de tanto hablar y hablar al muchacho se le fueron marchando aquellos miedos que le habían imbuido desde niño, sobre los cristianos viejos. Más le perdonó cuando le dejó beber un sorbo de la bota que llevaba oculta en aquel pellejo. Así, hablando y hablando o a la chita callando se fueron acercando hasta la iglesia de piedra que los miraba desde encima de la cuesta como si les hubiese estado esperando.

Seis eran los canónigos y les recibieron bien. Con todo, una vez colocadas sus posesiones en aquellos rincones los invitaron a cenar. Era una sopa y eso sí, con algunos tropezones. Los miró el rubicundo fraile y les dio con el cuchillo prometiéndose no comerlos si fuesen carne de cerdo. Al menos eso se dijo para sus adentros. Aunque después, puesta ya el hambre en su sitio se metió dos cucharones.

 Mientras iban comiendo en el minúsculo refectorio un regular les leía el capítulo XXIV de la Imitación de Cristo, en el que se relata “cómo se ha de evitar la curiosidad del saber”. Al ser leído en latín no entendía nada el muchacho y ponía caras raras. “Tú come y calla”, le dijo el calonge mientras reía para su capote.

(Continuará…)

Te puede interesar