Opinión

Gulliver recala en La Toja

Hoy he vuelto a pasar por La Toja, pero ya no estabas. Ni siquiera estaban tus lágrimas convertidas en caracolas. No estaba tu mirada abrazándome aquella madrugada. Ni el morse de tus labios diciéndome con los besos lo que no podías verbalizar con las palabras. Ni estaba tu pequeño perro mordisqueándote aquella falda tan larga y blanca. 

Hoy he vuelto a pasar y he preguntado al tiempo por qué te llevaron de allí, donde el firmamento se rompe y se acaba. Cuento por los dedos esa cantidad de los meses de agosto y septiembre, ese montón de ellos que se nos han posado, a mí sobre las barbas y a ti, sin hacerte daño, suaves como las plumas de aquel querubín que jugaba con el carcaj, sobre tu alma. 

Recuerdo cómo me enseñabas aquella lección de geografía, Arousa, el Grove y las Rías Bajas. Recuerdo ahora mismo, vivamente, como me hablabas de montes, pinos y secuoyas y sólo me fijaba en el mapa de tu cuerpo y me entraba el deseo de caminarte como si fueses un campo prohibido con sus montículos y esos guardias con sus uniformes verdes que nos vigilaban.

He ido hasta la ermita a buscar las conchas albas, aquellas tan escritas de amores imposibles, de amores que se llevó el viento y los estrelló contra las algas. Y ellas los recogieron y los llevaron en volandas hasta el fin del mundo, ese que un poco más arriba finiquita el planeta tierra con nieblas en las que respiran, a una, todas las hadas.

Aquí la luz se hace redonda cuando, sobre las ocho, miro cómo la arena deja de brillar, porque se empieza a morir el día y la temperatura comienza a relajarse con un sol que ya es sólo un pulpo sin ojos y ya no es, hasta mañana, ese manantial de luz, jabones y agua. Así se marchó aquel día en el que el amor era una chica con turbante y un tímido estudiante que sólo sabía conjugar los nenúfares y las barcas. 

Voy a marcharme ahora mismo y pasaré el puente con decisión, cómo no, mientras pregunto por ti, a aquellas mujeres hermosas que guardan los abalorios en los mandiles de colores vivos, llenos de rayas. Como si aún estuviese lejos el futuro, como si aún nos quedase tiempo para comprarte miles de sortijas, de collares, de baratijas, como si aún te regañasen tus padres, por hablar con cualquier jovencito con vaqueros y una camisa de seda desabrochada.

Hoy, créetelo, he pensado en ti al volver a la Toja, porque el aire aún olía a ti, a los nardos, a los pinos, a las rosas, a las margaritas, a esa camiseta: los Beatles atravesando Abbey Road sobre tus pechos intangibles, como si les dieses tú el permiso de colarse en nuestras vidas, sonando para siempre “I want you” cada mañana.

Lloraste, entonces al despedirte y pensé que era el grito de una ninfa. Lloraste como si supieras que aquello tan hermoso sólo sería un soplo en nuestra vida, ese que va empujando la barca hasta que zozobre sobre el agua azul de esta ría. Sepas que, ahora mismo, te estoy escribiendo en esta hermosísima Liliput y te respiro en el aire fresquísimo que me acaricia con sus manos de viento, con ternura.

 Y de repente me pongo a preguntarme si exististe alguna vez, si caminaste sobre esta isla de ensueño, si nos quisimos tanto como digo, si tus besos eran o no el inicio del camino. Eres tan perfecta en mi recuerdo que aún me lo pregunto. Porque después no hubo nada, pero entonces… estábamos al raso y puros.

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