Opinión

Hierbabuena

Hoy que hace un bonito sol de febrero me he ido a dar un paseo. Mientras camino tocado por un chapeo de paja sonrío a uno y otro lado cuando me encuentro con los amables vecinos. Al ser una pequeña aldea, podrías equivocarte suponiendo que no veré grandes cosas. 

Al pasar por la primera calleja he visto cómo, amablemente, la mujer del panadero se ha dirigido al bueno del hombre anciano que se solazaba sentado en su silla de ruedas: “Qué bien está usted ahí. Está como un rey metido en un cesto”. Siempre me ha hecho mucha gracia la expresión porque realmente, de crío, visionaba tal rey metido en un cesto de “estradoiras”. Era todo un símbolo de lo que eran capaces de hacer mis mayores con lo más superlativo, es decir convertirlo en diminutivo.

 La verdad es que cuando me interesé por la historia de la humanidad, me pareció una colección de estupideces, de gamberradas, de mamporros de unos contra otros. Consideré que se salvaban pocos personajes, tal vez, pensaba yo, Alejandro Magno. Entonces descubrí, con estupor, que realmente había existido un rey metido en un cesto. Era mi admirado Alejandro Magno cuando pretendió visitar, sobrevolando, la tierra de las bienaventuranzas. Este joven rey ¡vaya hombre! reventó mi construcción mental del mundo.

Saber historia es fácil. Se mueve en dos ejes. Tú me dirás de inmediato: “Ya lo sé, tiempo y espacio”. Pues no, me refiero en primer lugar a que la mitad del mundo vive aprovechándose de la otra mitad. Ya supones el segundo eje: la segunda mitad se descuajaringa cachondeándose de la primera. No es fácil arreglarlo. Comían dos hermanos en un solo plato. Hacia uno estaban colocadas las buenas viandas y hacia el otro tristes verduras. A uno de ellos se le ocurrió solucionar la situación y dijo girando el plato: “¡Cuántas vueltas da el mundo!”. El otro, también avispado, corrigió de nuevo el giro a la voz de “¡el mundo hay que dejarlo como estaba!”.

Pero vamos a ver. ¡Sin empujar! Si es cuestión de organizarse. Lo que pasa es que el personal cree que estamos aún en ese lugar astral de la selección de la especie. Y la mayor parte acepta que sólo han de sobrevivir los más brutos del barrio. Pues no… pero si los más majos siempre son los más débiles. Y además lleva premio: si de ahora en adelante te propones ayudar al otro, aunque no se lo merezca, crearemos una corriente de buena gente que será imparable. Vamos… digo yo.

Ya ves, aquí en un pueblín, puedes ver pequeñas cosas: unos pajarillos de cola roja sobre los que discutir en denominarlos tizones o “ferreiros”, la luz transparente encarnándose en el liquen de los árboles, el canto bisilábico de la tórtola o el sueño de la humanidad convertida en un airecillo que huele a hierbabuena. En fin, una futilidad.

Ya se hace tarde, el sol ha escondido su nariz y me vuelvo a casa porque siento un poco de este frío vegetal del mes de febrero. Hay un grupo de paisanos a la puerta del bar. Les saludo y se lo digo. Ellos lo corroboran y concluyen: “É que no mes de febreiro entra o sol en tódolos regueiros, pero ollo, que é no final e… non no primeiro”.

Una aldea siempre es una universidad en la que te enseñan para qué sirve la luna menguante. Hasta entonces sospechas que sirve sólo para escribir un romance heptasílabo.

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