Opinión

Librería de viejo

Esa ánima que se extiende por el arrabal o por la plaza del matadero, es el bullicio y ahí descubro hoy, con verdadero placer, un vendedor de libros viejos. Los más valiosos, como ocurre habitualmente, son los pretéritos, pero el gitano los ha catalogado, seguro que, por su nivel de amarillez, y me los vende a un euro. 

Claro que son de aspecto viejuno. Su antigua dueña o dueño, los que los poseyeron hace décadas, los tomarían en sus manos, seguro, con el placer con el que se bebe un vino tinto. Primero lo abrirían al medio como se abre una ventana desde la que se ve toda la magia, los unicornios, las hadas, las brujas de las manzanas envenenadas, las casas de chocolate, los cipreses, la mujer de la farándula, los corsarios, las bolas de cristal, los sueños y las carrozas de nabos y calabaza. Y, a lo mejor, tú y yo besándonos en el soportal de la plaza. 

Si quiero saber cuál es la parte más extraordinaria de un texto, sólo tengo que mirar su espinazo, porque día tras día, los antiguos lectores volvieron a esa parte sobada en la que más les gustó el libreto y manosearon esas páginas con tristeza o con deseo. Y en cada uno de esos añejos papelotes, trasnochados, fósiles del tiempo… se guarda esa grasa, ahora negra, de las huellas de aquellos lectores que, a buen seguro, ya sólo sueñan fantasmas, exánimes, con algún florero roto. 

Ahora mismo estoy palpando uno bien pequeño, que escribió para nuestro deleite aquel Carpentier, que explicó con palabras crudas, pizpiretas, aquellos universos.

Ahora mi Capitán me mira de reojo. Walt Whitman aquel enfermero, tipógrafo, pedagogo, director de periódico, se me hace visible con esa cachaza con la que navegó los poemas sobre aquel navío que salvó todos los escollos y vientos.

Sigo y miro uno y otro y otro. El hombre moreno me vigila con sorna y supone que al final no voy a comprarle ninguno. Pero para él, cordial librero por un día, lo que le urge es que escoja pronto y se los pague casi sin verlos. Y es que teme que yo como tantos otros, nos la pasemos rebuscando algo bueno, y al final nos marchemos sin comprar nada y escudándonos en… “es que son viejos”.

Pluto, mi perro, mientras me entretengo se pone a mirar absorto a la perrita del librero, que le ladra embelesada con una voz atiplada y un contoneo. Le pido que esté tranquilo y me deje ver despacio esas notas subrayadas, esas notas encantadas que se esparcen por los márgenes como si fuesen grillos. Hay corazones, flechas, una palabra, una estrella que brilló un día y una nota que dice en una letra cursiva: “te amaré toda la vida”.

Los que poseen los cantos dorados siempre me fascinan. Suelen tener un cuero repujado, y como marcador pomposo una cintita de raso. Éste que ojeo y hojeo es un ejemplar de esos con los que rezaban las monjitas, vamos…de esos que se han quedado dormidos en un reclinatorio y alguien ha ordenado, que se lo regalen al trapero.

Pessoa, Cernuda… qué más da… También voy a comprarlos a 16.600 céntimos. El hombre que es listo, sólo hay que verlo, aún me regala un lápiz mordisqueado. Bromeo con eso y el librero de barrio me dice: Con ese escribió Pessoa, Kavafis o Allan Poe… guárdeme el secreto.

Como llueve de pronto, para que no se mojen apretujo estos libros, contra el pecho. Y de entre sus páginas van saliendo gemidos, flores secas y besos. Y esta feria de Padrón donde los compro es ya Montmartre y sus casetas de feria son aquel ambiente bohemio.

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